LIBRO PRIMERO CAPÍTULO 22



RELATOS DE BELCEBÚ A SU NIETO
LIBRO PRIMERO CAPÍTULO 22
GEORGE I. GURDJIEFF,

TRADUCCIÓN DE VIDEO AL ESPAÑOL



Capítulo 22
Primera visita de Belcebú al Tíbet



—Puesto que la ruta elegida esta vez era extraña para los terráqueos tricerebrados de aquellos
días y no podríamos, por consiguiente, contar con la posibilidad de sumarnos a alguna
caravana terráquea, debí entonces organizar mi propia caravana, comenzando ese mismo día a
preparar y procurarme todo lo necesario a este fin.
Conseguí, así, una veintena de los cuadrúpedos llamados «caballos», «mulas», «asnos» y
cabras «chamianianas», y contraté cierto número de bípedos terrestres para que cuidasen de
los seres mencionados e hiciesen las tareas semiconscientes requeridas durante el trayecto
para este tipo de viajes.
Una vez procurado todo lo necesario, partí, acompañado por Ahoon.
En esta oportunidad atravesamos lugares todavía más peculiares e insólitos que en la anterior;
el radio de nuestra visión alcanzó a descubrir un número mucho mayor de seres uní y
bicerebrados de las formas más diversas, «salvajes», y que procedían de ciertos puntos
remotos, en aquellos tiempos, del continente de Ashhark.
Dichos seres «salvajes» eran por entonces particularmente peligrosos, tanto para los seres
tricerebrados que en aquellas comarcas habitaban, como para los seres cuadrúpedos de otras
formas que tus favoritos, con la «astucia» que les es propia, habían convertido en sus
esclavos, obligándolos a trabajar para la exclusiva satisfacción de sus necesidades egoístas.
Y estos seres salvajes eran entonces particularmente peligrosos, debido a que precisamente
por aquella época se hallaba en vías de cristalización en las presencias de dichos seres
salvajes, aquella función especial que en ellos surgió, nuevamente aquí, debido a las
condiciones anómalas de vida establecidas por los seres tricerebrados que con ellos habitaban,
función ésta que más adelante he de explicarte detalladamente.
Las comarcas que debimos atravesar en esta ocasión eran casi inaccesibles a los seres
tricerebrados de aquella época, principalmente por causa de estos seres salvajes.
En aquellos días, sólo les era posible atravesar esa región «de día», para utilizar la expresión
terráquea, es decir, cuando tiene lugar en la atmósfera de aquel planeta el proceso de la
«Aieioiuoa» en el Elemento Activo Okidanokh.
Y si les era posible atravesarla de día, esto se debe al hecho de que durante el tiempo
correspondiente a la posición Krentonalniana de su planeta respecto de los rayos de su sol,
casi todos los seres terrestres salvajes se hallan en el estado conocido con el nombre de
«sueño», es decir, en un estado de elaboración automática en sus presencias de la energía
necesaria para su existir ordinario, elaboración ésta de energía que en los seres tricentrados
del mismo planeta tiene lugar, por el contrario, sólo cuando la referida sagrada propiedad no
se desarrolla en la atmósfera, esto es, durante el período diurno, que ellos denominan
«noche».
De modo, pues, querido nieto, que sólo era posible, entonces, atravesar estas regiones de día.
De noche, era necesario hacer uso de una extrema vigilancia y de diversos refugios artificiales
para defenderse de las fieras.
Durante el período de la mencionada posición Krentonalniana del planeta Tierra, estas fieras
salvajes se hallan perfectamente despiertas, dedicándose a buscar su alimento primario eseral,
y dado que, por entonces, ya se habían acostumbrado a valerse, con este fin, casi exclusivamente
de los cuerpos planetarios de los seres más débiles de otras formas que habitaban el
planeta, trataban permanentemente, en este período, de hacer presa de toda clase de esos seres
para utilizar su cuerpo planetario en la satisfacción de aquella necesidad alimenticia.
Estos seres salvajes, en especial los más pequeños, se hallaban ya entonces —también en este
caso, por supuesto, debido a las condiciones anómalas de vida establecidas por los seres
tricentrados— perfeccionados al extremo, en lo que a astucia y maña se refiere.
Como consecuencia de todo ello, durante todo el trayecto de éste, nuestro segundo viaje,
debimos todos nosotros, y en especial los servidores escogidos para realizar las tareas
semiconscientes, mostrarnos en extremo vigilantes y alerta por las noches, a fin de preservar
nuestras propias existencias, así como las de nuestros cuadrúpedos.
Por las noches se formaba alrededor de nuestro campamento una verdadera reunión de fieras
salvajes, provenientes de los más distantes puntos y llevadas hasta aquel lugar por el deseo de
procurarse algo adecuado para su alimento.
Y era ésta, de hecho, una verdadera «asamblea» como la que tus favoritos celebran durante lo
que se llama «cotización de acciones en la bolsa», o durante una «elección» de representantes
para una u otra sociedad, cuyo propósito teórico es la persecución conjunta de un medio
determinado para la existencia feliz de todos los seres a ellos semejantes, sin distinción alguna
de castas.
Pese a que durante toda la noche teníamos leños encendidos para asustar a las fieras, y pese a
que nuestros bípedos servidores, a pesar de la prohibición de hacerlo, destruían con ayuda de
flechas envenenadas como ellos las llaman, a aquellos seres que se acercaban demasiado a
nuestro campamento, no hubo una sola noche en que los llamados «tigres», «leones» y
«hienas», no se llevaran uno o más de los seres cuadrúpedos que integraban nuestra
expedición, cuyo número disminuía, como es de imaginar, diariamente.
Pese a que el camino de regreso al Mar de la Misericordia nos llevó mucho más tiempo que el
escogido a la ida, todo lo que entonces vimos y oímos acerca del extraño carácter del
psiquismo de tus favoritos durante el trayecto por aquellas inhóspitas comarcas, justificó
plenamente el tiempo adicional empleado.
Viajamos así, más de un mes terráqueo, llegando finalmente a un pequeño establecimiento de
seres tricerebrados que, como resultó ser más tarde, no hacía mucho que habían emigrado de
Perlandia.
Como más tarde supimos, esta colonia se llamaba «Sincratorza», nombre éste que cuando
tiempo después se pobló la región circundante, pasó a designar a todo el país.
Con el transcurso del tiempo, sufrió varios cambios y en la actualidad se conoce con el
nombre de «Tíbet».
Como acertamos a encontrarnos con estos seres precisamente al caer la noche, les pedimos, lo
que se dice «alojamiento para pernoctar».
Y cuando ellos nos concedieron el permiso para pasar la noche, bajo su protección, grande fue
nuestra alegría ante la perspectiva de una noche de descanso, dado que todos nosotros nos
hallábamos, por cierto, exhaustos, por las constantes luchas que habíamos debido librar contra
las fieras de la región.
Tal como se desprendió de la conversación que esa noche mantuvimos con los residentes en
aquella colonia, éstos pertenecían a la secta por entonces famosa en Perlandia, que se conocía
con el nombre de «los autodomadores».
Se había formado la misma entre los adeptos a aquella religión, precisamente, que, como ya te
he dicho, pretendía estar basada en las mismísimas enseñanzas de San Buda.
No estará de más recalcar en este sentido que los seres que habitan aquel planeta, presentaban
ya entonces otra peculiaridad que desde mucho tiempo antes se había tornado característica de
ellos exclusivamente y que consiste en esto: tan pronto como una nueva Havatvernoni o
religión surge entre ellos, sus adeptos empiezan inmediatamente a separarse en diferentes
grupos creando cada uno, a continuación, lo que se conoce con el nombre de «secta».
Lo particularmente extraño de esta peculiaridad de los terráqueos consiste en que aquellos que
pertenecen a cualquiera de las sectas, jamás se llaman a sí mismos «sectarios», designación
ésta considerada ofensiva, sino que sólo denominan «sectarios» a todos aquellos que no
pertenecen a su propia secta.
Y los adeptos a cualquier secta sólo son sectarios para los demás seres, siempre que carezcan
de «armas» y «barcos», pues tan pronto como se apoderan de un número bastante grande de
estos elementos, entonces, lo que había sido una secta más, se convierte de pronto en la
religión oficial.
Los seres instalados en esta colonia y en muchas otras regiones de Perlandia se habían
convertido en sectarios, difiriendo en ciertos puntos de aquella religión cuya doctrina, como
ya te he dicho, debí estudiar detalladamente durante mi permanencia en aquel país y que se
conoció más tarde con el nombre de «Budismo».
Estos sectarios, que se denominaban a sí mismos autodomadores, surgieron debido a la
errónea interpretación de la religión budista que, como ya te dije antes, era entendida como un
«sufrimiento en soledad».


Y era sólo para lograr en sí mismos este famoso «sufrimiento» libres del obstáculo de otros
seres semejantes a ellos, por lo que estos seres con los cuales pasamos la noche, se habían
instalado tan lejos de su propio pueblo.
Pues bien, querido niño; dado que todo cuanto supe aquella noche y pude comprobar más
tarde, al día siguiente, de los adeptos de aquella secta, produjo en mí una impresión tan
penosa que durante varios siglos terráqueos no pude dejar de recordarla sin lo que se llama un
«sobresalto» —sobresalto que sólo superé cuando pude esclarecer con toda certidumbre las
causas del extraño carácter del psiquismo de éstos, tus favoritos—, deseo contarte con todo
detalle lo que entonces vi y oí.
Según se desprendió de la conversación mantenida durante aquella noche, antes de la
emigración de los adeptos de aquella secta hacia lugar tan desierto, ya habían ideado en
Perlandia una forma especial de «sufrimiento», es decir, habían decidido establecerse en
lugares inaccesibles, tales que los demás semejantes no pertenecientes a su misma secta, y no
iniciados en su «Arcano», no pudiesen estorbar sus actividades tendentes a procurarles aquel
«sufrimiento» especial que habían ideado.
Cuando tras largas búsquedas encontraron finalmente el lugar por donde nosotros acertamos a
pasar —lugar particularmente adecuado para su propósito— emigraron, dotados ya de una
sólida organización y asegurados materialmente, junto con sus familias, alcanzando, no sin
grandes dificultades, aquel paso casi inaccesible a sus compatriotas ordinarios; la comarca en
cuestión, fue denominada en un principio, según te dije, «Sincratorza».
En un primer momento, mientras se establecían todos juntos en aquel nuevo lugar, se hallaban
más o menos de acuerdo entre sí; pero cuando comenzaron a llevar a la práctica aquella forma
especial de «sufrimiento» que habían ideado, sus familias y en particular, sus mujeres,
enteradas de lo que aquella forma especial de sufrimiento significaba, se rebelaron
ruidosamente, de todo lo cual resultó una escisión.
Este cisma había tenido lugar poco tiempo antes de nuestro encuentro con ellos y en el
momento en que llegamos a Sincratorza, ya comenzaban a emigrar gradualmente hacia otros
lugares, recientemente descubiertos, y que eran aún más adecuados que el anterior, para el
género de vida por ellos perseguido.
Para que comprendas claramente lo que he de decirte a continuación, deberás conocer primero
la causa fundamental del cisma producido entre estos sectarios.
Parece ser que los jefes de la secta, cuando todavía se hallaban en Perlandia, se habían puesto
de acuerdo entre sí, para alejarse de sus semejantes, comprometiéndose a no detenerse ante
nada para alcanzar sus objetivos, esto es, la liberación de las consecuencias derivadas de aquel
órgano del cual había hablado el Divino Maestro, San Buda.
Se incluía en este acuerdo que habrían de vivir de cierta manera, hasta la destrucción final de
su cuerpo planetario o, como ellos dicen, hasta su muerte, a fin de que esta forma especial de
vida purificase su «alma», para decirlo con la expresión terráquea, de todas las excrecencias
extrañas originadas por la presencia, en otro tiempo, del órgano Kundabuffer, de cuyas
consecuencias, según San Buda les había explicado, se habían liberado sus antecesores,
adquiriendo de este modo la posibilidad, según las palabras del Maestro, de volver a
fusionarse con el Omniabarcante Prana Sagrado.
Pero cuando —como ya dije— una vez establecidos, comenzaron a poner en práctica aquella
forma de «sufrimiento» que habían inventado, y sus mujeres, enteradas de su verdadera
naturaleza, se rebelaron, muchos de ellos, bajo la influencia de sus mujeres, se negaron a cumplir
las obligaciones que sobre sí habían tomado cuando todavía residían en Perlandia, siendo
así que la colonia se dividió, finalmente, en dos grupos independientes.
A partir de entonces, estos sectarios, llamados en un primer momento «los autodomadores»,
comenzaron ahora a designarse por otros nombres diversos; aquellos autodomadores que
permanecieron fieles a las obligaciones que habían tomado sobre sí antes de emigrar, se llamaron
«Ortodoshydooraki» en tanto que los demás, es decir, los que habían renunciado a los
diversos compromisos contraídos en la tierra natal, se llamaron «Katoshkihydooraki».
En el tiempo de nuestra llegada a Sincratorza, los sectarios llamados «Ortodoshydooraki»
poseían lo que se llama un «monasterio», perfectamente organizado, ubicado no muy lejos del
lugar en que originalmente se habían instalado, y en él se llevaba a cabo aquella forma
especial de sufrimiento por ellos concebida.
Al reanudar la marcha al día siguiente, tras una noche de reposo, pasamos muy cerca del
monasterio de estos sectarios de la religión budista, defensores de la doctrina
«Ortodoshydooraki».
A esa hora del día solíamos hacer un alto para dar de comer a nuestros servidores
cuadrúpedos, de modo que pedimos a los monjes que nos permitieran alojarnos en su
monasterio.
Por extraño e insólito que parezca, los seres que allí se alojaban, conocidos por el nombre de
monjes, no rehusaron nuestra petición objetivamente justa, sino que, inmediatamente, y sin la
menor «vacilación», propia en los lugares de los monjes de todas las doctrinas y de todas las
épocas, nos admitieron sin reparo alguno.
De modo pues que, acto seguido, nos hallábamos en el mismísimo centro de la esfera de los
arcanos de esta doctrina, esfera ésta que, desde el comienzo mismo de su surgimiento, los
seres del planeta Tierra lograron ocultar con suma habilidad incluso a la observación de los
Individuos dotados con la Razón Pura.
En otras palabras, se hallaban dotados de una particular habilidad para dar vuelta a todas las
cosas a su antojo y convertirlas, de una u otra manera, en lo que ellos llaman un «misterio», y
tan perfectamente esconden este misterio de sus semejantes por toda suerte de medios, que
incluso los seres de Razón Pura no pueden penetrar en él.
El monasterio de la secta Ortodoshydooraki de la religión budista, ocupaba una vasta plaza en
torno a la cual se había construido una sólida pared a manera de protección de todo lo que en
ella se encerraba, tanto de los seres tricerebrados como de otros seres salvajes de formas
diversas.
En el centro de este enorme recinto cerrado había un gran edificio, también de sólidas bases,
que constituían la parte principal del monasterio.
En una mitad de este vasto edificio se desarrollaba la existencia ordinaria de los monjes, y en
la otra, se llevaban a cabo las prácticas especiales características, precisamente, de la creencia
sustentada por los adeptos de esta secta, y que para los demás eran misterios cuyo secreto
desconocían.
Alrededor del muro exterior, por el lado interno, se había construido una hilera de pequeños y
fuertes compartimentos, muy juntos los unos a los otros, semejantes a celdas.
Eran precisamente estas «celdas» las que implicaban la mayor diferencia entre este
monasterio y los demás monasterios construidos en el planeta Tierra.
Esta especie de garitas se hallaban cerradas por los cuatro costados, ofreciendo una sola
abertura en la base, de reducidas dimensiones, por la cual podía pasarse, no sin grandes
dificultades, la mano.
Estas sólidas garitas estaban destinadas al emparedamiento perpetuo de los miembros de la
secta que se hubieran hecho «dignos» de tal suerte —donde habrían de ocuparse en sus
famosas manipulaciones de lo que llamaban «emociones» y «pensamientos»— hasta la total
destrucción de su vida planetaria.
Y fue precisamente cuando las mujeres de estos «sectarios autodomadores» se enteraron de
esto, cuando se produjo el mencionado alboroto.
En las enseñanzas religiosas fundamentales de esta secta se hallaba una detallada explicación
de todas las manipulaciones exactas, así como el tiempo necesario, para lograr el
merecimiento de ser emparedado en una de aquellas celdas inexpugnables, donde cada
veinticuatro horas se recibía un pedazo de pan y una pequeña jarra de agua.
En la época en que nosotros franqueamos los muros de aquel terrible monasterio, todas estas
monstruosas celdas estaban ya ocupadas, y el cuidado de los emparedados, esto es, la tarea de
darles cada veinticuatro horas, a través de las pequeñas aberturas antes mencionadas, un
pedazo de pan y un jarro de agua, se hallaba a cargo de aquellos sectarios que eran, a su vez
candidatos a ser emparedados más adelante, con la mayor reverencia, y, mientras esperaban
su turno, habitaban en la parte del edificio más amplia, construida en la plaza del monasterio.
Los terráqueos así emparedados vivían efectivamente en aquellos sepulcros del monasterio
hasta que su existencia, inmóvil, hambrienta y llena de privaciones, llegaba a su fin.
Cuando los camaradas de los emparedados descubrían que alguno de ellos había dejado



de existir, extraían el cuerpo planetario del improvisado sepulcro e inmediatamente, en el lugar

del ser de este modo autodestruido, se instalaba otro desdichado fanático del mismo tipo,
perteneciente a esta maléfica religión.
Y las filas de estos infortunados «monjes fanáticos» eran engrosadas día a día por otros
miembros de la misma secta que constantemente llegaban de Perlandia.
En la misma Perlandia, ya todos los adeptos de esa secta tenían noticias de la existencia de
aquel lugar particularmente «adecuado» para la materialización del objetivo final de su
doctrina religiosa por ellos sustentada y que, según se pretendía, derivaba de las sabias
enseñanzas de San Buda.
Y en todos los grandes centros urbanos poseían, incluso, lo que se conoce con el nombre de
agentes, para ayudarlos a trasladarse a aquel sitio.
Una vez que hubimos dado reposo y alimento a nuestros servidores bípedos y cuadrúpedos,
abandonamos aquel sombrío lugar de martirio, fruto tardío de aquel malhadado órgano que,
por error de cálculo de ciertos Altísimos Individuos Cósmicos, había sido implantado en las
presencias de los primeros seres tricerebrados que habitaron aquel infortunado planeta.
Pues bien, querido nieto, como podrás imaginarte, nuestras sensaciones y pensamientos no
eran muy agradables que digamos, al abandonar aquel lugar.
En nuestra marcha en dirección al Mar de la Misericordia, volvimos a pasar una vez más por
tierras firmes de muy diversas formas, con conglomerados de minerales intraplanetarios,
provenientes de las grandes profundidades y que por una u otra causa habían aflorado a la
superficie del planeta Tierra.
Debo decirte dos palabras acerca de algo sumamente extraño que pude comprobar entonces y
que se relaciona estrechamente con aquella parte del planeta que en la actualidad lleva el
nombre de Tíbet.
En la época en que atravesé por primera vez el Tíbet, sus montes más altos se hallaban a
alturas inusitadas sobre la superficie del planeta Tierra, pero no diferían considerablemente de
las elevaciones que podían encontrarse en otros continentes e incluso en el continente de
Ashhark o Asia, del cual el Tíbet no era sino una parte.
Pero cuando con ocasión de mi sexto y último viaje personal al planeta Tierra, volvieron a
llevarme mis pasos otra vez por aquellos lugares, para mí, en extremo memorables, pude
comprobar que en el intervalo que había mediado de unos cuantos de sus siglos, la comarca
entera se había proyectado a tales alturas sobre el nivel del mar, que ningún otro pico de otros
continentes podía compararse con aquellos.
Por ejemplo, la cadena principal de aquella elevada región a través de la cual tuvimos que
pasar, es decir, la fila de elevaciones que los seres de aquellas latitudes denominan
«cordillera» se había proyectado en el intervalo a tan gran altura sobre la superficie del
planeta, que algunos de sus picos eran, y son todavía, los más altos de todas las proyecciones
anómalas que erizan la superficie de aquel vanamente martirizado planeta.
Y en caso de escalarlos, se hubiera podido «ver claramente», con la ayuda de un Teskooano,
el centro del lado opuesto de aquel extraño planeta.
Cuando por primera vez comprobé este raro fenómeno, pensé inmediatamente que con toda
certeza debía contener el germen de alguna desgracia posterior, de proyecciones cósmicas; y
cuando más tarde reuní ciertas estadísticas referentes a aquel fenómeno anormal, esta primera
aprensión de mi espíritu fue tomando cada vez más cuerpo.
Y creció principalmente, debido a que en mis estadísticas uno de los elementos que formaban
parte del fenómeno manifestaba un incremento considerable cada diez años.
Y este elemento relativo a las elevaciones tibetanas consistía precisamente en lo que
conocemos con el nombre de «temblores planetarios» o, como tus favoritos lo llaman
«terremotos», los cuales se producen debido a la altura excesiva de ciertas prominencias de la
corteza terrestre.
Si bien los temblores planetarios o terremotos ocurren frecuentemente en tu planeta favorito
por causa de ciertas fallas intraplanetarias provenientes de las dos grandes perturbaciones
Transapalnianas —cuyo origen habré de explicarte algún día— la mayoría de los temblores
planetarios terrestres, y especialmente en los siglos recientes, han ocurrido tan sólo debido a
estos sensibles desniveles de la corteza planetaria.
Y ellos ocurren debido a que, como consecuencia de aquellas excesivas elevaciones, la
atmósfera del planeta ha adquirido y sigue adquiriendo todavía en su presencia elevaciones
igualmente excesivas, es decir que lo que se llama la «circunferencia Blastegokiorniana» de la
atmósfera del planeta Tierra ha adquirido en ciertos lugares, y sigue adquiriendo todavía una
presencia material de excesiva proyección, destinada a llenar la, misión de lo que se conoce
con el nombre de «fusión recíproca de los resultados de todos los planetas del sistema dado»;
con el resultado de que durante el movimiento de aquel planeta, y en la presencia de lo que se
denomina armonía común del sistema, su atmósfera se «engancha», por así decirlo, en ciertas
ocasiones, con la atmósfera de otros planetas o cometas del mismo sistema.
Y es precisamente debido a estos «enganches» que tienen lugar, en los lugares
correspondientes de la presencia común de aquel planeta que ha llamado tu atención, esos
temblores planetarios o terremotos.
Debo explicarte también, que la región de la presencia común de aquel planeta en que se
desarrollan dichos temblores planetarios por esta causa, depende de la posición ocupada por el
propio planeta en el proceso del movimiento armonioso común del sistema, respecto a otras
concentraciones pertenecientes al mismo sistema.
Sea ello como fuere, si este anómalo crecimiento de las montañas tibetanas continúa
desarrollándose en el futuro, es de presumir que, tarde o temprano, habrá de producirse una
considerable catástrofe de proyecciones cósmicas generales.
Sin embargo, cuando la amenaza que creo prever se vuelva evidente, no cabe duda de que el
Altísimo y Sagrado Individuo Cósmico habrá de tomar oportunamente las precauciones
necesarias.
—Por favor, por favor, permitidme. Recta Reverencia —interrumpió Ahoon, espetando luego
lo siguiente—: Permitidme que os informe, Recta Reverencia, de ciertos datos que acerté a
recoger, relativos precisamente al crecimiento de estas montañas tibetanas de las cuales os
habéis dignado hablar.
—Poco antes de nuestra salida del planeta Karatas —prosiguió Ahoon—, tuve el placer de
encontrarme con el arcángel Viloyer, gobernador de nuestro sistema solar, y Su
Esplendiferosidad, se dignó reconocerme y dirigirme la palabra.
Quizás recordéis. Recta Reverencia, que mientras vivíamos en el planeta Zernakoor, Su
Esplendiferosidad el arcángel Viloyer, era todavía un ángel ordinario y frecuentemente venía
a visitarnos.
De modo pues que cuando Su Esplendiferosidad, en el transcurso de una conversación,
escuchó el nombre de aquel sistema solar donde habíamos sido exilados, me declaró que en la
última Altísima y Sacratísima recepción de los resultados cósmicos finalmente devueltos,
cierto Individuo, San Lama, había tenido el privilegio de formular personalmente ante los pies
de nuestro ETERNO UNIEXISTENTE, en presencia de todos los Altísimos Individuos, cierta
petición concerniente al crecimiento anómalo de las elevaciones de cierto planeta —al
parecer, de aquel mismo sistema solar— y habiendo recibido esta petición, nuestra
MISERICORDIOSA ETERNIDAD ordenó inmediatamente al arcángel Looisos que sin
demora alguna se trasladase a aquel sistema solar, puesto que él, por hallarse familiarizado
con aquel sistema, era el más indicado para esclarecer, una vez en el lugar, las causas de la
manifestación de dichas proyecciones, y tomar, consecuentemente, las medidas necesarias.
Y es por ello que Su Conformidad el Arcángel Looisos se halla en la actualidad liquidando
presurosamente sus asuntos ordinarios a fin de poder salir a la mayor brevedad posible.

—Así es, querido Ahoon —comentó Belcebú, agregando a continuación—, gracias por tu
datos... gloria a nuestro CREADOR... lo que acabas de decir ayudará probablemente a destruir
en mi presencia la ansiedad que en mí se produjo cuando por primera vez comprobé el
anómalo crecimiento de dichas montañas tibetanas, es decir, mi temor de que desapareciera
por completo del Universo la preciosa memoria de nuestro Perpetuamente Reverenciado,
Sabio entre los Sabios, Mullah Nassr Eddin.
Así que hubo dicho esto, y recobrado la expresión normal del rostro, Belcebú reanudó su
relato:
—Siempre a través de la región que ahora recibe el nombre de Tíbet, continuamos luego
nuestro viaje, encontrando a nuestro paso toda clase de azares y dificultades, hasta que por fin
llegamos a la fuente del río llamado Keria-Chi y algunos días más tarde, tras una accidentada
navegación a lo largo de su curso, arribamos al Mar de la Misericordia, y subimos a bordo de
la nave Ocasión.
Aunque después de este tercer descenso al planeta Tierra no volví a visitarlo personalmente
durante largos períodos, de tiempo en tiempo, no obstante, efectué atentas observaciones de
tus favoritos por medio de mi gran Teskooano.
Y si durante largo tiempo no tuve ninguna razón para trasladarme a aquel planeta
personalmente, ello se debió a lo siguiente:
Después de mi regreso al planeta Marte, no tardé en interesarme en una obra que los seres
tricerebrados que habitaban aquel planeta estaban llevando a cabo, justamente entonces, sobre
la superficie del mismo.
Para poder comprender claramente el tipo de obra de que se trataba, deberás saber, ante todo,
que el planeta Marte es para el sistema de Ors, al cual pertenece, lo que se conoce con el
nombre de «Mdneleslaboxterno» en la transformación de las sustancias cósmicas, como
consecuencia de lo cual posee lo que se llama una «firme superficie Keskestasantniana», es
decir, que una mitad de su superficie consiste en una presencia de tierra y la otra, en masas
saliakooriapnianas; o, como dirían tus favoritos, una de las mitades es de tierra, configurando
un continente continuo, y la otra se halla cubierta de agua.
De modo pues, querido nieto, que como los seres tricerebrados del planeta Marte utilizan a
manera de alimentos primarios, exclusivamente el «Prósphora» —o como lo llaman tus
favoritos «pan»— a fin de obtenerlo, siembran en la tierra correspondiente a una de las
mitades del planeta lo que se llama «trigo», y como este trigo extrae la humedad necesaria
para lo que se conoce con el nombre de «Djartklom evolutivo», tan sólo de lo que se conoce
con el nombre de «rocío», el resultado es que el grano de trigo produce sólo la séptima parte
del proceso equivalente del sagrado Heptaparaparshinokh, es decir, que «producen» sólo la
séptima parte de la «cosecha» como suele llamársela.
Dado que esta cantidad de trigo era insuficiente para satisfacer sus necesidades, y dado que
para obtener una mayor cantidad era necesario utilizar la presencia del Sallakooriap
planetario, los seres tricentrados no hacían, a nuestra llegada al planeta, sino hablar de la
posibilidad de conducir dicho Sallakooriap en la cantidad necesaria, de un lado del planeta al
otro, donde era necesario para el mejoramiento de la cosecha.
Y cuando varios años más tarde decidieron por fin la cuestión, comenzando a hacer todos los
preparativos requeridos, iniciaron las operaciones precisamente un poco antes de mi regreso
del planeta Tierra, es decir que comenzaron a cavar canales especiales para la conducción del
Sallakooriap.
De modo pues, que, dada la extrema complicación de la obra a ejecutarse, los habitantes del
planeta Marte idearon una serie de complejas máquinas y dispositivos para llevarla a cabo.
Y como entre éstas las había sumamente interesantes y peculiares, yo, que siempre me he
interesado en toda clase de inventos nuevos, me sentí fuertemente atraído por la referida obra
de los marcianos.
Por cortesía de dichos seres pasé entonces casi todo mi tiempo disponible en medio de
aquellas obras, y por ello en aquel período fueron muy escasas mis visitas a los demás
planetas de aquel sistema solar.
Sólo en contadas ocasiones volé hasta el planeta Saturno para descansar en compañía del
Gornahoor Harharhk, quien, ya entonces, se había convertido en mi amigo entrañable y
gracias a quien llegué a poseer aquel Teskooano maravilloso que, como ya te dije antes, era
capaz de acercar siete millones doscientas ochenta y cinco veces las visibilidades más
remotas.
FINAL DEL CAPÍTULO 22 DEL LIBRO PRIMERO
 EN EL CUAL BELCEBÚ VISITÓ EL TIBET


LIBRO PRIMERO CAPÍTULO 21



RELATOS DE BELCEBÚ A SU NIETO
LIBRO PRIMERO CAPÍTULO 21
GEORGE I. GURDJIEFF,

TRADUCCIÓN DE VIDEO AL ESPAÑOL
Capítulo 21
Primera visita de Belcebú a la India

Belcebú continuó hablando de la forma siguiente:
—Estaba yo sentado en un chaihana de esta pequeña ciudad de Arguenia cuando en cierta
ocasión, oí casualmente una interesante conversación que mantenían mis vecinos de mesa.
Hablaban acerca de la fecha y la forma en que realizarían una caravana con destino a
Perlandia.
Habiendo escuchado la conversación, deduje que se proponían ir a aquella zona con el fin de
cambiar «turquesas» por lo que se conoce con el nombre de «perlas».
Debo hacerte notar aquí, de paso, el hecho de que tus favoritos, tanto de épocas anteriores
como de la actual tenían y tienen todavía una gran inclinación a usar perlas y también
turquesas, al igual que muchas otras «piedras preciosas» —según las llaman— con el propósito,
como ellos dicen, de «adornar su presencia».
Te diré que lo hacen, claro está que instintivamente, a fin de disimular, por así decirlo, el
escaso valor de su ser interior.
En la época a que se refiere mi relato, estas perlas eran muy raras entre los miembros de este
segundo grupo asiático, siendo pagadas a precios sumamente elevados.
Pero en el país de Perlandia abundaban las perlas, siendo allí, por el contrario, muy baratas,
pues por aquel entonces todas las perlas existentes en el mundo se obtenían en los mares que
bañaban las costas de aquel territorio.
La conversación que antes mencioné, de aquellos seres sentados en aquella mesa vecina a la
mía en el chaihana de la pequeña ciudad de Arguenia, despertó inmediatamente mi interés,
dado que ya por entonces tenía la intención de dirigirme a aquella región habitada por el
tercer grupo de seres tricerebrados del continente de Ashhark.
Y aquella conversación me recordó cierta asociación en el sentido de que debía ser mejor
dirigirme directamente al territorio de Perlandia desde allí, con una larga caravana, que volver
a realizar el camino hacia el mar de la Misericordia para dirigirme desde allí, por medio de la
nave Ocasión a aquel país.
Si bien este viaje, casi imposible por entonces para los terráqueos, habría de consumir mucho
tiempo, pensé no obstante que el viaje de regreso al mar de la Misericordia, con todas sus
imprevisibles contingencias, no habría de llevarme, probablemente, menos tiempo.
La mencionada asociación se hizo presente en mi mentación consciente, debido
principalmente a que largo tiempo atrás había sido informado acerca de ciertas extrañas
características de aquellas partes de la naturaleza de aquel peculiar planeta a través de las
cuales pensaba dirigirse la caravana mencionada y en consecuencia, el llamado «amor del
saber eseral» que ya se había cristalizado en mi interior, al recibir un shock por acción de todo
lo que al azar había escuchado, le dictó inmediatamente a mi presencia común la necesidad de
persuadirme de todo aquello personalmente, por la vía directa de mis propios órganos
sensoriales.
De modo pues, querido nieto, que, debido a lo que ya dije, me senté deliberadamente a la
misma mesa en que aquellos seres se hallaban conversando y me uní a sus deliberaciones.
Y el resultado de todo ello fue que también nosotros —Ahoon y yo— nos incorporamos al
grupo que había de integrar la caravana y dos días después iniciamos todos juntos la marcha
hacia el país de Perlandia.
Pasamos entonces a través de lugares ciertamente insólitos, insólitos incluso para la naturaleza
general de este peculiar planeta, algunas de cuyas partes, dicho sea de paso, sólo se
convirtieron en tales antes de la época en que el infortunado planeta sufriera dos
perturbaciones Transapalnianas —según se las denomina—, fenómenos éstos casi sin
precedentes en el Universo.
Desde el primer día debimos marchar exclusivamente a través de una región poblada de
diversas proyecciones de tierra firme de formas inusitadas, que presentaban conglomerados de
toda clase de «minerales intraplanetarios.»
Y no fue sino hasta después de un mes de viaje —de acuerdo con el cálculo cronológico
terrestre— cuando llegó nuestra caravana procedente de Arguenia a parajes en cuyo suelo no
se había destruido todavía completamente la posibilidad de la Naturaleza de configurar
formaciones supraplanetarias y crear condiciones correspondientes para la existencia de
diversos seres uni y bicerebrados.
Después de toda suerte de peripecias, vimos de pronto, una mañana lluviosa, al ascender una
colina, el contorno recortado sobre el horizonte de un anchuroso mar bañando las costas del
continente de Ashhark que, en aquella zona, recibía el nombre de Perlandia.
Cuatro días más tarde arribábamos al centro principal de los miembros integrantes de este
tercer grupo; me refiero a la ciudad de «Kaimon».
Después de haber dispuesto el lugar en que habríamos de residir permanentemente, nada
hicimos durante los primeros días, aparte de vagabundear por las calles de la ciudad,
observando las manifestaciones específicas de los seres que componían aquel tercer grupo en
el proceso de su existencia cotidiana.
Puesto que ya te he contado la historia de la formación del segundo grupo de seres
tricerebrados residentes en el continente de Ashhark, tendré que pasar a contarte ahora —y
esto es inevitable— la historia de la formación de este tercer grupo.
Ante lo cual exclamó ansiosamente el pequeño Hassein:
—Verdaderamente debes contármela, mi muy amado Abuelo—. Y agregó entonces, esta vez
con gran reverencia, al tiempo que extendía las manos hacia arriba:
—¡Ojalá que mi querido y bondadoso Abuelo llegue a ser digno de perfeccionarse al grado
del Santo «Anklad»!
Sin responder cosa alguna, Belcebú se limitó a reiniciar su relato con una sonrisa.
—La historia del surgimiento de este tercer grupo de seres asiáticos se remonta a un período
apenas posterior a aquel en que las familias de cazadores de pirmarales llegaron por primera
vez a las costas del mar de la Misericordia procedentes del continente de Atlántida.
Fue precisamente en aquellos días, infinitamente remotos para tus favoritos contemporáneos,
es decir, no mucho tiempo antes de que tuviera lugar la segunda perturbación transapalniana.
Cuando comenzaron a cristalizarse en las presencias de los seres tricerebrados radicados
entonces en el continente de Atlántida ciertas propiedades provenientes del órgano
Kundabuffer, empezaron a experimentar la necesidad, entre otras impropias necesidades de
los seres tricerebrados, de usar, como ya te he dicho, diversas alhajas a manera de adorno y
también una suerte de famoso «talismán», por usar la expresión que habían inventado.
Una de estas alhajas —entonces en el continente de Atlántida y hoy en cualquier continente
del planeta—, era y sigue siendo todavía la perla.
Las perlas son fabricadas por seres unicerebrados que habitan en el «Saflakooriap» de tu
planeta Tierra, es decir, en aquella parte del mismo llamada «Henrralispana», o como dirían
tus favoritos, en la sangre del planeta, líquido éste que se halla presente en la presencia común
de todos los planetas y que permite la materialización del proceso del altísimo
Trogoautoegócrata Cósmico Común; y que en tu planeta recibe el nombre de «agua».

Este ser unicerebrado en cuyo seno se forma la perla, solía desarrollarse en las áreas
sallakooriapianas acuáticas, situadas alrededor del continente de Atlántida; pero como
consecuencia de la gran demanda de perlas y, por consiguiente, de la gran destrucción de que
estos perlíferos seres unicerebrados fueron víctimas, no tardaron en desaparecer de las
proximidades de este continente.
Por lo tanto, cuando aquellos individuos que habían convertido en meta y sentido de su
existencia la destrucción de estos perlíferos seres, es decir, aquellos que destruían su
existencia sólo a fin de procurarse la parte de su presencia común denominada perla, nada
más que para complacencia de un egoísmo perfectamente absurdo, no hallaron más seres
perlíferos en las áreas acuáticas próximas a la Atlántida, estos «profesionales» comenzaron
entonces a buscarlas en otros mares, trasladándose gradualmente cada vez más lejos de su
continente de origen.
En cierta ocasión, durante el transcurso de una de estas exploraciones, debido a lo que se
conoce con el nombre de «desplazamientos sallakooriapianos» o para expresarlo en términos
terrestres, prolongadas «tormentas», sus balsas dieron casualmente con cierto lugar donde
resultó haber un enorme número de estos seres perlíferos unicerebrados; además, el lugar en
cuestión era en extremo conveniente para su pesca.
Estas áreas acuáticas a las cuales acertaron a llegar los destructores de seres perlíferos eran
precisamente las mismas que rodean el lugar que entonces se designaba con el nombre de
Perlandia y que se llama ahora Indostán o India.
Durante los primeros días de la ya mencionada exploración de estos profesionales terráqueos
no hicieron sino complacer al máximo sus inclinaciones, que por entonces ya se habían
convertido en rasgos inherentes a sus presencias, en lo que a la destrucción de estos seres
unicerebrados productores de perlas se refiere; y sólo fue más tarde —después de haber
encontrado también por casualidad que casi todo lo necesario para la existencia ordinaria
abundaba en las tierras firmes de las inmediaciones— cuando decidieron no regresar más a la
Atlántida, instalándose, en su lugar, en aquella comarca para el desarrollo de sus actividades
futuras.
Sólo unos pocos de estos destructores de seres perlíferos se dirigieron al continente de
Atlántida y, tras cambiar las perlas por diversos artículos de que carecían en el nuevo lugar,
regresaron trayendo con ellos a todas sus familias, así como a las de aquellos que se habían
quedado en Perlandia.
Tiempo más tarde, muchos de estos primeros colonos de este —para los seres de aquel
tiempo— «nuevo» país, efectuaron visitas periódicas a su tierra natal con el fin de
intercambiar las perlas por los artículos que allí necesitaban y en cada viaje traían con ellos un
nuevo número de colonos, o bien familiares, o simplemente trabajadores necesarios para las
muchas tareas que en el nuevo país se presentaban.
De modo pues, querido niño, que a partir de entonces también aquella parte de la superficie
del planeta Tierra empezó a ser conocida por todos los seres tricerebrados con el nombre de
«Tierra de la Misericordia».
De esta forma, antes de que la segunda gran catástrofe asolara el planeta Tierra, muchos
habitantes del continente de Atlántida ya se habían trasladado a aquella otra parte del
continente de Ashhark, y cuando tuvo lugar esta segunda catástrofe fueron muchos los seres
que se salvaron gracias a haberse trasladado oportunamente.
Gracias, como siempre, a su «fecundidad», se multiplicaron allí gradualmente, comenzando a
poblar también esta parte de tierra firme
del planeta.
Al principio sólo se poblaron dos regiones definidas en Perlandia, esto es, las regiones
situadas en torno a la desembocadura de dos grandes ríos procedentes del interior del país y
que van a verter sus aguas al mar, precisamente en aquellos puntos próximos a los «bancos
perlíferos» —según dicen los terráqueos— antes mencionados.
Pero una vez que la población hubo crecido considerablemente, comenzó a poblarse también
el interior de aquella parte del continente de Ashhark; sin embargo, las regiones favoritas
siguieron siendo los valles de los dos ríos mencionados.
Pues bien; entonces, cuando llegué por primera vez a Perlandia, decidí lograr mi objetivo
valiéndome, también allí, del «Havatvernoni» del lugar, es decir, de su religión.
Pero resultó ser que entre los seres de este tercer grupo del continente de Ashhark, existían
por entonces varias Havatvernonis o religiones peculiares, basadas todas ellas en doctrinas
diferentes, completamente independientes unas de otras, y sin nada en común.
En vista de ello, comencé por estudiar seriamente las doctrinas prevalecientes y tras
comprobar, en el curso de mis estudios, que una de ellas, fundada en las enseñanzas de un
auténtico Mensajero de nuestro ETERNO CREADOR COMÚN, llamado más tarde «San
Buda», poseía el mayor número de adeptos, me dediqué a estudiarla con la mayor atención.
Antes de proseguir con mi relato acerca de los seres tricerebrados que viven en aquella parte
de la superficie del planeta Tierra, es necesario notar, a mi entender —aun sucintamente—
que existían entonces y existen todavía, desde el origen mismo de aquellas prácticas
Havatvernonianas o religiosas, dos tipos básicos de doctrinas religiosas.
Uno de ellos fue inventado por aquellos seres tricerebrados en quienes, por una razón u otra,
habíase conformado la psiquis propia de los Hasnamusses, y el otro tipo de enseñanzas
religiosas se fundaba en las instrucciones detalladas que los auténticos Mensajeros de lo Alto
habían predicado, mensajeros éstos que suelen ser enviados de vez en cuando por ciertos
ayudantes sumamente allegados al PADRE COMÚN, con el fin de ayudar a los seres
tricerebrados que habitan tu planeta favorito, a destruir en sus presencias las consecuencias
cristalizadas de las propiedades del órgano Kundabuffer.
La religión seguida entonces por la mayoría de los seres radicados en el país de Perlandia a
cuyo estudio dediqué entonces mi atención y acerca de la cual será necesario que te explique
ciertos detalles, tuvo su origen de la siguiente forma:
Como llegué a saber más tarde, con la multiplicación de los seres tricerebrados de aquel tercer
grupo se formaron entre ellos muchos seres con las propiedades de Hasnamusses,
convirtiéndose en tales al alcanzar la edad responsable.
Y cuando estos últimos comenzaron a difundir ideas más maléficas que de costumbre entre
sus compañeros de grupo, se cristalizó en las presencias de la mayoría de los seres
tricentrados de este tercer grupo una propiedad psíquica que, en su totalidad engendró cierto
factor que obstaculizó considerablemente el normal «intercambio de substancias» establecido
por el Altísimo Trogoautoegócrata Cósmico Común. Pues bien; tan pronto como este
lamentable resultado —también propio de aquel malhadado planeta— fue advertido por
ciertos Archialtísimos Individuos Sagrados, se resolvió que un Individuo Sagrado fuera
enviado al lugar, especialmente a aquel grupo de terráqueos, al efecto de obtener una
regulación más o menos tolerable de su existencia en conformidad con la del sistema solar
total.
Fue precisamente entonces cuando fue enviado a aquella comarca el referido Individuo
Sagrado, el cual, recubierto con el cuerpo planetario de un ser terrestre vivió con el nombre de
Buda.
El recubrimiento de dicho Individuo Sagrado con el cuerpo planetario de un tricerebrado
terrestre se materializó varios siglos antes de mi primera visita al país de Perlandia.
En este punto del relato, Hassein dirigió la palabra a Belcebú en los siguientes términos:
—Querido Abuelo, has usado ya en el transcurso de tu relato varias veces el término
Hasnamuss. Hasta ahora he creído comprender, merced a la entonación de tu voz y a las
consonancias de la propia palabra, que con esta expresión denominabas a aquellos seres
tricerebrados que han de ser considerados con independencia de los demás, como si
mereciesen un Desprecio Objetivo. Por favor, ten la bondad de explicarme el significado de
esa palabra.

A lo cual respondió Belcebú con su sonrisa de siempre:
—En cuanto a la «particularidad» de los seres tricerebrados para cuya denominación adopté
dicha definición verbal, ya te la explicaré a su debido tiempo, pero has de saber por ahora que
esta palabra sirve para designar a todas las presencias comunes correspondientes a los seres
tricerebrados ya «definitizados»; tanto aquellos que constan tan sólo de un cuerpo planetario,
así como aquellos cuyos cuerpos eserales superiores ya han sido configurados en su presencia
y en los cuales, por una u otra razón, no se han cristalizado los datos necesarios para el
«Divino Impulso de la Consciencia Objetiva.»
Con esta somera explicación de la palabra Hasnamuss, Belcebú dio por satisfecha la
curiosidad de su nieto y continuó su relato de la forma siguiente:
—En el transcurso de mis minuciosos estudios sobre las referidas enseñanzas religiosas,
llegué a saber también que después que este Individuo Sagrado asumió finalmente la
presencia de un ser tricerebrado, entregándose entonces a serias meditaciones a fin de
establecer la mejor manera de cumplir la tarea encomendada desde lo Alto, decidió llevarla a
cabo por medio del esclarecimiento de su Razón.
Debo hacerte notar aquí que para entonces ya se había cristalizado en la presencia de San
Buda —según lo demostraron claramente mis investigaciones ya mencionadas— la
comprensión sumamente cabal de que en el proceso de su formación anómala, la Razón de los
seres encentrados del planeta Tierra se había convertido en la Razón llamada «instinto
Terebeiniano», es decir, una Razón que funciona tan sólo de acuerdo con ciertos estímulos
procedentes del exterior; pese a ello, San Buda decidió ejecutar su misión por medio de esta
peculiar Razón terrestre, es decir, esta Razón propia de los seres tricentrados que habitan el
planeta Tierra, y, por consiguiente, empezó por informar a esta Razón peculiar acerca de todas
las verdades objetivas de toda naturaleza.
San Buda comenzó por reunir a varios jefes del grupo, hablándoles en los términos siguientes:
«¡Seres dotados de presencias semejantes a las del MISMÍSIMO CREADOR DE TODAS
LAS COSAS!»
«Mediante ciertos sagrados, justa y esclarecedorameme orientadores resultados finales de la
materialización de todo cuanto existe en el Universo, ha sido enviada a vosotros mi esencia
para serviros de auxilio en la lucha que cada uno de vosotros libráis para liberaros de las
consecuencias de las anómalas propiedades eserales que en razón de altísimas e
impostergables necesidades cósmicas comunes, fueron implantadas en las presencias de
vuestros ascendientes y que, transmitidas por herencia de una generación a otra, os han
alcanzado también a vosotros»
Luego San Buda volvió a dirigir la palabra con referencia al mismo tema, pero más
detalladamente, a cierto grupo de seres iniciados por él en sus enseñanzas.
Esta segunda vez se expresó, según se desprende de mis investigaciones, de la siguiente
manera:
«¡Seres dotados de presencias para la materialización de la esperanza de nuestro PADRE
COMÚN!»
«Casi en el origen mismo de vuestra raza, tuvo lugar en el proceso de la existencia normal de
todo nuestro sistema solar un accidente imprevisto que amenazó seriamente a todos los seres
que entonces existían.»
«Fue necesario, entonces, entre otras medidas requeridas para la regulación de los trastornos
comunes universales, conforme a las explicaciones de cienos Altísimos Sacratísimos
Individuos, producir cierto cambio en el funcionamiento de las presencias comunes de
vuestros antecesores, es decir, que les fue conferida a sus presencias cierto órgano dotado de
propiedades especiales, gracias a las cuales todas las cosas exteriores percibidas por sus
presencias totales y transformadas para su propio recubrimiento, se manifestaban
posteriormente sin guardar conformidad alguna con la realidad.»
«Poco tiempo después, una vez establecida la existencia normal de vuestro sistema solar y una
vez pasada la necesidad de efectuar ciertas materializaciones intencionalmente anormales,
nuestro MISERICORDIOSO PADRE COMÚN se apresuró a dar la orden de anular
inmediatamente ciertas medidas artificiales entre las cuales se contaba el ya superfluo órgano
Kundabuffer, de las presencias comunes de vuestros antecesores, así como la de todas sus
propiedades consiguientes; y esta orden fue ejecutada inmediatamente por los Sagrados
Individuos pertinentes, a cuyo cargo estuvo la supervisión de estas materializaciones
cósmicas.»
«Después de transcurrido un considerable espacio de tiempo, se reveló repentinamente que si
bien todas las propiedades del mencionado órgano habían sido extirpadas efectivamente de las
presencias de vuestros antecesores por los referidos Sagrados Individuos, cierto resultado
cósmico, naturalmente derivado de aquél, conocido con el nombre de 'predisposición' y puesto
de manifiesto en toda presencia cósmica más o menos independiente, debido a la acción
repetida de su función correspondiente, no había sido previsto ni destruido como
correspondía.»
«De tal modo que, debido a esta predisposición que comenzó a transmitirse por herencia a las
generaciones posteriores, las consecuencias de las propiedades del órgano Kundabuffer
comenzaron a cristalizarse gradualmente en sus presencias.»
«No bien tuvo lugar este lamentable hecho en las presencias de los seres tricerebrados que
habitaban en este planeta Tierra, fue enviado inmediatamente a aquel lugar, por orden de
nuestro PADRE COMÚN, un Individuo Sagrado a fin de que, bajo el aspecto de un hombre
como cualquiera de vosotros —y dotado de la perfección correspondiente a la Razón Objetiva
según las condiciones ya establecidas— os explicara y os mostrara la forma de extirpar de
vuestras presencias las consecuencias ya cristalizadas de las propiedades del órgano
Kundabuffer, así como vuestra heredada predisposición a las nuevas cristalizaciones.»
«Durante el periodo en que dicho Sagrado Individuo, dotado de una presencia semejante a la
vuestra, y habiendo alcanzado ya la edad de la responsabilidad natural a todo ser tricentrado
maduro, guió de forma directa el proceso ordinario de la vida eseral de vuestros antecesores,
muchos de ellos lograron liberarse por completo, y efectivamente, de las consecuencias de las
propiedades del órgano Kundabuffer y, o bien adquirieron de este modo el Ser para sí
mismos, o bien se convirtieron en fuentes normales para el surgimiento de presencias
normales de ulteriores seres semejantes a ellos.»
«Pero debido al hecho de que con anterioridad al período en que dicho Individuo Sagrado
hizo su aparición en la Tierra, la duración de vuestra existencia se había vuelto ya, en razón de
diversas condiciones anómalas firmemente establecidas y creadas por vosotros mismos,
inusitadamente breve, el proceso del sagrado Rascooarno debió también, muy pronto,
ocurrirle a este Sagrado Individuo, es decir, que también él, al igual que vosotros, debió morir
prematuramente, de modo tal que después de su muerte comenzaron a restablecerse
gradualmente las condiciones anteriores, en virtud de dos razones principales: por un lado las
condiciones anómalas de la existencia ordinaria establecidas desde antiguo, y, por el otro, esa
maléfica particularidad de vuestra psiquis llamada Necedad.»
«Merced a la mencionada particularidad de vuestra psiquis, ya los seres de la segunda
generación después de la correspondiente al mencionado Individuo Sagrado que había sido
enviado desde lo Alto, comenzaron a modificar gradualmente todo cuanto él les había explicado
y aconsejado, con el resultado final de que toda su obra se vio por último completamente
destruida.»

«Una y otra vez fue materializado el mismo proceso por el Altísimo Encargado Cósmico
Común de los Resultados Finales, pero siempre con el mismo estéril resultado.»
«En la época presente del flujo cronológico, en que la vida eseral anómala de los seres
tricerebrados de vuestro planeta, particularmente la de esos seres que habitan aquella parte de
la superficie del planeta Tierra conocida por el nombre de Perlandia, comienza ya a obstaculizar
seriamente la normal y armoniosa existencia de la totalidad de este sistema solar, se
manifiesta mi esencia, procedente de lo Alto, entre vosotros, a fin de que encontremos todos
juntos, en este mismo sitio, y tras una mutua colaboración, la forma y el medio de liberar, en
las actuales circunstancias, vuestras presencias, de las referidas consecuencias que ahora
debéis sobrellevar, debido a la falta de previsión de ciertos Sagrados Encargados de los
Resultados Cósmicos Finales.»
Así que les hubo dicho todo esto, San Buda se dedicó, en lo sucesivo, por medio de sencillas
conversaciones con los terráqueos, a esclarecer, y más tarde a explicarles, la forma en que el
proceso de sus existencias debía ser conducido, así como el orden en que la parte positiva de
sus seres debía guiar conscientemente las manifestaciones de las partes inconscientes, a fin de
que las consecuencias cristalizadas de las propiedades del órgano Kundabuffer y también la
heredada predisposición a las mismas, fueran desapareciendo gradualmente de sus presencias
comunes.
Como indicaron mis detalladas investigaciones de las que antes te hablé, las mencionadas
consecuencias —en la época en que la psiquis interior de los seres residentes en aquella parte
de la superficie del planeta Tierra se hallaba bajo la guía de este auténtico Mensajero de lo
Alto, San Buda— para ellos sumamente maléficas, comenzaron efectivamente a desaparecer
de forma gradual de la presencia de muchos de ellos.
Pero, para desdicha de todos los Individuos dotados de cualquier grado de Razón pura, y para
desgracia de los seres tricerebrados pertenecientes a todas las generaciones posteriores a la de
aquel auténtico Mensajero de lo Alto, ya los primeros sucesores de los discípulos de San Buda
comenzaron —debido una vez más a la maléfica particularidad de su psiquis, esto es, la
necedad— a echar en el olvido todas sus Indicaciones y Consejos, en tal medida, que de las
enseñanzas de San Buda sólo llegó a la tercera y cuarta generación lo que nuestro Honorable
Mullah Nassr Eddin define con las siguientes palabras:
«Sólo algunos datos acerca de su olor particular.»
Tanto se modificó, poco a poco, la interpretación de las enseñanzas del santo enviado de lo
Alto, que si éste en persona hubiera podido discutirlas con los miembros de generaciones
posteriores, probablemente no hubiera llegado a sospechar siquiera que eran las mismas que
él había impartido durante su permanencia en la Tierra.
No puedo dejar de expresar aquí mi profundo pesar por esa extraña práctica de tus favoritos
terráqueos que, con el curso de los siglos, ha llegado a convertirse, por así decirlo, en una
acción conforme a las leyes.
Y en el caso que ahora nos ocupa fue esta misma práctica peculiar, firmemente arraigada, la
que permitió que fueran desvirtuadas las verdaderas indicaciones y consejos de San Buda.
Dicha práctica, de antiguo establecida, consiste en esto:
Una causa pequeña, a veces casi trivial, es capaz de provocar por sí misma un cambio en
detrimento de todos y cualquiera de los llamados «ritmos de existencia ordinaria», externos e
internos, previamente establecidos, e incluso su completa destrucción.
Puesto que el esclarecimiento, querido niño, de ciertos detalles relativos al surgimiento de esta
causa tan trivial, que fue la base, en este caso, de la adulteración de todas las verdaderas
explicaciones y exactas enseñanzas de aquel auténtico Mensajero de lo Alto, San Buda, habrá
de proporcionarte un excelente material para la mejor comprensión del extraño carácter del
psiquismo de estos seres tricerebrados que han cautivado tu fantasía, me detendré aquí a
explicarte, con el mayor detalle posible, el orden exacto en que fueron desarrollándose las distintas
etapas de la referida práctica.
Ante todo, debo comunicarte los dos hechos siguientes:
El primero es éste: que sólo pude esclarecer el malentendido originado en dicha práctica
mucho tiempo después de la época a que mi actual relato se refiere; entre otras cosas, sólo en
la época de mi sexto descenso al planeta Tierra pude esclarecer, de forma accidental y gracias
a mi vinculación con el santo Ashiata Shiemash —de quien te hablaré más detalladamente
muy pronto— las verdaderas actividades de aquel Auténtico Mensajero de lo Alto, San Buda.
Y el segundo hecho es el siguiente: que desdichadamente, el origen del lamentable
malentendido fueron ciertas palabras contenidas en una de las auténticas explicaciones del
propio San Buda.
De hecho, sucedió que el propio San Buda expresó a algunos de sus más próximos discípulos,
iniciados por El Mismo, en el transcurso de ciertas explicaciones, su propio y definido parecer
con respecto a los medios posibles para la destrucción, en la naturaleza terráquea, de las
mencionadas consecuencias de las propiedades del órgano Kundabuffer que les habían sido
transmitidas por herencia.
Así, pues, les dijo, entre otras cosas, lo siguiente:
«Uno de los mejores medios para invalidar la predisposición de vuestras naturalezas hacia la
cristalización de las consecuencias de las propiedades del órgano Kundabuffer, es el
'Sufrimiento Voluntario'; y el mayor sufrimiento voluntario puede obtenerse en la propia
presencia, obligándose a tolerar las 'desagradables manifestaciones de los demás para con uno
mismo.'»
Esta explicación de San Buda, junto con otras muchas enseñanzas precisas, fue difundida por
Sus más próximos discípulos entre los seres ordinarios del país, y una vez que el proceso del
sagrado Rascooarno tuvo lugar en Su presencia, aquélla se fue transmitiendo de generación en
generación.
De modo pues, querido niño, que cuando, como ya te he dicho, aquellos seres tricentrados
pertenecientes a la segunda y tercera generación que sucedieron al sagrado Rascooarno de la
presencia de San Buda, en cuya psiquis, ya desde la época de la pérdida de la Atlántida, se
había fijado aquella peculiaridad conocida con el nombre de «necesidad orgánico-psíquica de
hacer necedades», comenzaron —para desgracia de los seres tricentrados ordinarios de aquel
período y para desgracia también de los seres de todas las generaciones posteriores, incluso la
contemporánea— a decir y hacer en grado superlativo toda clase de necedades con respecto a
estos consejos de San Buda; como resultado natural, se llegó a la antojadiza conclusión
transmitida luego de generación en generación, de que aquella «tolerancia» mencionada en la
enseñanza del Buda, debía ser llevada a cabo en la más completa soledad.
Y aquí se pone de manifiesto el extraño carácter del psiquismo de tus favoritos, pues
omitieron la consideración del hecho obvio —por lo menos para toda Razón sana— de que el
Divino Maestro, San Buda, al aconsejarles el empleo de aquella actitud de «tolerancia», tenía
presente ciertamente la consecución de esta «actitud de tolerancia» en un medio poblado por
las presencias de otros muchos seres semejantes, de modo tal que mediante la producción
frecuente en sus presencias de esta sagrada materialización eseral hacia las manifestaciones
desagradables para ellos provenientes de otros seres semejantes, fueran obtenidos en ellos los
llamados «Trentroodianos» o, como ellos mismos dirían, esos «resultados psicoquímicos» que
forman, generalmente, en la presencia de todo ser tricentrado, aquellos sagrados datos eserales
destinados a materializar en las presencias comunes de los seres tricentrados una de las tres
santas fuerzas del sagrado Triamazikamno Eseral; y esta santa fuerza siempre se vuelve
afirmativa en los seres, contra todas las propiedades negativas de que pudieran haber estado
dotados con anterioridad.

De modo pues, querido niño, que desde la época en que esta definida idea comenzó a
prevalecer, tus favoritos comenzaron a abandonar aquellas condiciones de vida ya
establecidas, por cuya causa la predisposición hacia la cristalización de las consecuencias de
las propiedades del órgano Kundabuffer había llegado a intensificarse en sus presencias,
condición ésta indispensable, tal como lo suponía el Divino Maestro Buda, para que dicha
«tolerancia» para con las «manifestaciones desagradables hacia uno mismo» pudiera
cristalizar en sus presencias comunes los deberes de «Partkdolg», necesarios para el normal
desenvolvimiento de todos los seres tricentrados.
De modo pues que, a fin de obtener este famoso «sufrimiento», muchos de los seres
tricentrados de aquella época, ya fuera individualmente o en pequeños grupos, es decir, con
otros seres que compartieran sus propias opiniones, comenzaron, desde entonces, a alejarse de
sus semejantes.
Llegaron, incluso, a organizar colonias especiales con este fin, en las cuales, si bien convivían
todos juntos, se las arreglaban, sin embargo, para obtener aquella anhelada «tolerancia» en la
mayor soledad.
Fue entonces cuando surgieron los llamados «monasterios» que existen todavía y en los
cuales algunos de tus favoritos terráqueos contemporáneos no hacen otra cosa sino, como
ellos dicen, «salvar sus almas».
Cuando por primera vez visité Perlandia, la mayoría de los seres tricerebrados radicados en el
país, como ya te he dicho, eran adeptos a aquella religión basada, por así decirlo, en las
auténticas enseñanzas y en las directivas del propio San Buda; y la fe de cada uno de estos
seres en dicha religión era sólida e inconmovible.
Al comienzo de mis investigaciones sobre las sutilezas doctrinarias de esta religión no llegué
a ninguna conclusión definitiva acerca de la forma indicada de utilizarla para alcanzar mi
objetivo; pero cuando en el curso de mis investigaciones llegué a esclarecer un hecho muy
definido —propio de todos los adeptos a esta religión— proveniente también en este caso de
un malentendido, es decir, de la errónea interpretación de las palabras del propio Buda, pude
elaborar un plan concreto de acción para valerme de la peculiar Havatvernoni o religión de
estos seres.
Era evidente que en Sus explicaciones de las verdades cósmicas, San Buda les había dicho,
entre otras cosas, que en general los seres tricentrados radicados en los diversos planetas de
nuestro Gran Universo —y también los seres tricentrados del planeta Tierra, por supuesto—
no eran sino parte de la Más Grande Grandeza, que es la Omnitotalidad de todo cuanto existe,
y que los fundamentos de esta Grandeza se encuentran allá Arriba, a fin de poder abarcar y
comprender la esencia de todo cuanto existe.
Esta Base primordial de la Omnitotalidad de todo cuanto existe emana constantemente de
todo el Universo y organiza sus partículas en los planetas —por medio de ciertos seres
tricentrados capaces de alcanzar en su presencia común la facultad de desarrollar el
funcionamiento de las dos leyes cósmicas fundamentales de la sagrada Heptaparaparshinokh y
la sagrada Triamazikamno— bajo la forma de ciertas unidades definidas capaces de
concentrar y fijar la Divina Razón Objetiva.
Y así ha sido dispuesto y creado por nuestro CREADOR COMÚN, a fin de que cuando estas
determinadas partes del Gran Omniabarcante, espiritualizadas ya por la Divina Razón,
regresen y vuelvan a fusionarse con la Gran Fuente Primaria del Omniabarcante, pasen a
integrar aquel Todo que en los designios de nuestro ETERNO UNIEXISTENTE COMÚN
materializa el sentido y el esfuerzo de todo cuanto existe en el Universo entero.
Según parece, San Buda también les dijo lo siguiente:
«Vosotros, seres tricentrados del planeta Tierra, dotados de la posibilidad de adquirir en
vosotros mismos las principales leyes sagradas, universales y fundamentales, procuraos
también la plena posibilidad de recubriros con la parte más sagrada del Gran Omniabarcante
de todo cuanto existe y de perfeccionarla por medio de la Divina Razón.»
«Y este gran Omniabarcante de todo lo susceptible de ser abrazado, recibe el nombre de
'Prana Sagrado.'»
Esta precisa explicación de San Buda fue perfectamente comprendida por sus contemporáneos
y muchos de ellos comenzaron, como ya te he dicho, a esforzarse ansiosamente por
configurarse un recubrimiento exterior de sus presencias con las partículas de esta Grandísima
Grandeza, dedicándose luego a «hacer inherente» al mismo una Divina Razón Objetiva.
Pero cuando la segunda y tercera generaciones que sucedieron a la de los contemporáneos de
San Buda comenzaron a desvirtuar el sentido de Sus explicaciones referentes a las verdades
cósmicas, concibieron y afirmaron luego con su peculiar Razón —para ellos y sus
descendientes— la idea perfectamente precisa de que aquel «Señor Prana» hacía su aparición
en los seres inmediatamente después de su nacimiento.
Gracias a este malentendido, los seres de aquel período, así como las de generaciones
posteriores, incluso la contemporánea, creyeron y creen todavía que, aun sin haber cumplido
los deberes eserales de Partkdolg, forman parte ya de la Altísima Grandeza que el propio San
Buda había explicado personalmente con toda claridad.
De modo, querido niño, que tan pronto como descubrí este malentendido que las enseñanzas
de San Buda habían sufrido con el tiempo, y una vez que hube comprobado que los seres de
aquel país de Perlandia estaban todos, sin excepción, convencidos de que no eran sino otras
tantas partículas del propio Señor Prana, decidí valerme de este error de interpretación para
lograr mi objetivo.
También en el país de Perlandia, al igual que en la ciudad de Gob, comencé por inventar un
agregado que incluí entre las mencionadas enseñanzas religiosas, haciendo luego todo lo
posible para que dicho agregado se difundiera entre el pueblo.
Comencé así a propagar en Perlandia la creencia de que el «Sagrado Prana», cuya naturaleza
había explicado el Divino Maestro San Buda, no sólo se hallaba presente en la gente, sino
también en todos los demás seres que habitaban el planeta Tierra.
Decía, así, que en todas las formas eserales, cualquiera fuera la escala a que perteneciesen,
que habitaban la superficie del planeta, en el agua y en la atmósfera, poseían, desde el
principio mismo de su existencia, una partícula de aquel fundamental Altísimo y
Omniabarcante Sagrado Prana.
Lamento tener que decirte, querido niño, que me vi forzado entonces, más de una vez, a hacer
hincapié en el hecho de que estas palabras habían sido vertidas por los mismísimos labios de
San Buda.
Los muchos seres con quienes mantenía por entonces «amistosas» relaciones y a quienes
empecé por persuadir de mi intención sin necesidad de polémica alguna, no sólo la creyeron
inmediatamente en todas sus partes, sino que posteriormente me ayudaron con suma eficacia,
claro está que inconscientemente, en la tarea de difundir dicha intención.
Así, en incontables ocasiones, estos amigos míos demostraron apasionadamente, con increíble
celo, a sus semejantes, la verdad indudable de este nuevo concepto de la doctrina.
En resumen: en el país de Perlandia, gracias a esta pequeña estratagema de mi invención, los
resultados apetecidos se consiguieron con inesperada rapidez.
Y en Perlandia, debido tan sólo a dicho agregado, tanto cambiaron tus favoritos sus relaciones
esenciales para con los seres pertenecientes a otras formas diversas de la humana, que no sólo
dejaron de destruir sus vidas para sus famosos sacrificios rituales, sino que comenzaron, y con
toda sinceridad, a contemplar estos seres de otras formas como a sus propios semejantes.
Si todo hubiera continuado de esta manera, grande habría sido el bien para todos los hombres;
pero también aquí, al igual que en el país de Maralpleicie, pronto comenzaron, cosa muy
propia de ellos, a manifestar toda clase de necedades con respecto a la interpretación de estas
nuevas relaciones, dando lugar a situaciones verdaderamente cómicas.

Por ejemplo, sólo un cuarto de sus años después de haber comenzado yo mi prédica, podía
verse en las calles de la ciudad de Kaimon infinidad de terráqueos andando sobre «muletas», a
fin de aplastar el menor número posible de insectos o «bichitos» que, en su concepto, no eran
ni más ni menos que semejantes suyos.
Del mismo modo, muchos tenían terror a beber agua que no hubiera sido recién extraída de
una fuente o arroyo, dado que si ésta había permanecido largo tiempo en un recipiente
cualquiera, bien podía ser que muchos «bichitos» se hubieran introducido en el agua y que —
¡oh, desgracia!— sin reparar en ellos, engullesen a aquellos pobres semejantes de
dimensiones un tanto reducidas.
Muchos de ellos tomaron la precaución de usar lo que se conoce con el nombre de «velos» a
fin de evitar que aquellas pobres criaturillas que vivían en el aire, acertasen a introducírseles
en las bocas o narices, lo cual hubiera sido sin duda, una gran desdicha.
A partir de aquella época, comenzaron a surgir en Perlandia numerosas sociedades con el
propósito de proteger a los seres «indefensos» pertenecientes a diversas formas no humanas,
tanto aquellos que vivían entre los terráqueos, como los que éstos llamaban «salvajes».
Las reglamentaciones de estas sociedades no sólo prohibían la destrucción de sus vidas para
ofrendarlas en el ara del Dios, sino también el empleo de sus cuerpos planetarios a manera de
alimento primario.
—Pues sí, querido niño, —dijo Belcebú y prosiguió luego:
—Y debido una vez más al extraño carácter de su psiquis, los deliberados padecimientos y
conscientes trabajos de aquel Sagrado Individuo, San Buda, que había sido especialmente
materializado dentro de una presencia planetaria similar a la terráquea para actuar entre ellos
y enseñarles el recto camino del desenvolvimiento moral, fueron en vano, pues no sólo
interpretaron erróneamente las enseñanzas del Maestro, sino que aun ahora continúan
propagando sin cesar nuevos malentendidos de toda clase y «pseudoenseñanzas», encubiertas
en los últimos tiempos bajo los nombres de «Ocultismo», «Teosofía», «Espiritismo»,
«Psicoanálisis», etc., etc., con el consiguiente oscurecimiento de su psiquis, ya sin esto
bastante oscura.
Casi no hace falta decir que de las verdades enseñadas por el propio San Buda no ha
sobrevivido absolutamente nada.
La mitad de una de las palabras, sin embargo, logró llegar hasta los seres contemporáneos de
aquel planeta sin igual.
Y he aquí cómo se perpetuó esta media palabra:
San Buda explicó, entre otras cosas, a los habitantes de Perlandia, cómo y a qué parte del
cuerpo de sus antecesores había estado adherido el famoso órgano Kundabuffer.
Les dijo, así, que el Arcángel Looisos, había determinado con ciertos medios el crecimiento
de este órgano, en sus antecesores, en la extremidad de ese cerebro que en ellos, al igual que
en nosotros, la naturaleza ha colocado a lo largo de la espalda, en lo que se conoce con el
nombre de «espina dorsal».
Según establecieron mis investigaciones, dijo también San Buda que aunque las propiedades
de este órgano habían sido completamente destruidas en sus antecesores, la formación
material de dicho órgano había permanecido, sin embargo, en las extremidades inferiores de
este cerebro; y esta formación material, al ser transmitida de generación en generación, había
llegado incluso a sus contemporáneos.
«Esta formación material», decía, «no tiene ahora ninguna significación en vosotros y puede
ser totalmente destruida con el curso del tiempo, si vuestra vida se desarrolla de la forma que
corresponde a los seres tricentrados».
Fue precisamente cuando comenzaron a dar antojadizas interpretaciones de este mal
comprendido «sufrimiento» «predicado» por el Maestro, e hicieron una de sus «habituales
trampas» con la palabra.
En primer lugar, dado que la raíz de la segunda mitad de esta palabra acertó a coincidir con
una palabra del lenguaje hablado en aquella época que significaba «reflexión», y dado
también que habían inventado un medio de destruir rápidamente esta formación material y no
ya con el transcurso del tiempo, —como había dicho San Buda— sucedió que interpretaron
erróneamente esta palabra, según una curiosa elaboración de su mocha Razón. Claro está que
cuando este órgano se halla en acción debe tener también en su nombre la raíz de la palabra
«reflexionar». Ahora bien; dado que destruimos hasta su base material, el nombre deberá
finalizar con una palabra cuya raíz signifique «anterior», y puesto que «anterior» en el idioma
de aquel tiempo era pronunciado «lina»; convirtieron la segunda mitad de esta palabra y en
lugar de «reflexión», le añadieron la mencionada «lina», de modo que en lugar de la palabra
Kundabuffer, se obtuvo la palabra «Kundalina».
Así fue, pues, como sobrevivió una mitad de la palabra Kundabuffer y, transmitida de
generación en generación, llegó finalmente a tus favoritos contemporáneos, acompañada,
claro está, de mil y una explicaciones diferentes.
Incluso los más «eruditos» contemporáneos poseen un nombre derivado de las más oscuras
raíces latinas para designar esa parte de la médula espinal.
La esencia de lo que se conoce con el nombre de «filosofía hindú» se basa también en esta
famosa Kundalina y existen, girando en torno a la palabra misma, miles de «ciencias» ocultas,
secretas y reveladas, que nada explican.
Y en cuanto a la forma en que los científicos terrestres contemporáneos definen la
significación de esta parte de la médula espinal, eso, querido nieto, es el más profundo
misterio.
Una vez que estuve plenamente convencido de que había tenido el más completo éxito en
cuanto a la total extirpación, quizás para un largo tiempo, de aquella terrible práctica
predominante en Perlandia, de sacrificar a los seres pertenecientes a las formas no humanas,
decidí no demorarme un instante más en aquellos lugares y regresar al Mar de la Misericordia,
a bordo de nuestra nave Ocasión.
Cuando ya nos hallábamos dispuestos a abandonar Perlandia, de pronto me acometió el deseo
de no regresar al Mar de la Misericordia por el camino en que habíamos venido, sino por otra
ruta completamente inusitada en aquellos días.
Es decir, que resolví regresar atravesando la región conocida más tarde con el nombre de
«Tíbet».

FIN DEL CAPITULO 21 DEL LIBRO PRIMERO
 EN EL QUE BELCEBÚ VISITÓ LA INDIA






LIBRO PRIMERO CAPÍTULO 20




RELATOS DE BELCEBÚ A SU NIETO
 LIBRO PRIMERO CAPÍTULO 20
GEORGE I. GURDJIEFF,

TRADUCCIÓN DE VIDEOS AL ESPAÑOL

Capítulo 20
Tercera visita de Belcebú al Planeta Tierra
Tras una breve pausa, Belcebú continuó del siguiente modo:

—Esta vez permanecí en mi casa, es decir, en el planeta Marte, sólo un breve espacio de
tiempo, lo suficiente para ver a los recién llegados y hablar con ellos y para impartir ciertas
instrucciones de carácter ordinario en la dirección de nuestra tribu.
Habiendo resuelto estos asuntos, volví a descender nuevamente a tu planeta favorito con la
intención de proseguir mi campaña para cortar de raíz entre aquellos extraños seres
tricentrados la terrible costumbre de destruir la existencia de los seres pertenecientes a otros
sistemas cerebrales.
En este mi tercer descenso al planeta Tierra, nuestra nave Ocasión no ancló en el mar
Kolhidius, actualmente Caspio, sino en el mar que por entonces se conocía por el nombre de
«Mar de la Misericordia».
Decidimos efectuar nuestro descenso en este mar debido a que deseaba, en esta ocasión,
dirigirme a la capital del segundo grupo de terráqueos que habitaban el continente de
Ashhark, llamada como ya te dije antes, ciudad de Gob; ésta estaba situada en la costa
sudoriental de aquel mar.
En aquella época la ciudad de Gob era todavía una vasta urbe, famosa en todo el planeta por
sus magníficos «tejidos» y sus ornamentos decorativos.
La ciudad de Gob se hallaba construida a ambas márgenes de la desembocadura del caudaloso
río «Keria Chi» que vertía sus aguas al Mar de la Misericordia y cuyos orígenes se hallaban
en los altos orientales del país.
En este mismo mar de la Misericordia, sobre su costa occidental, desembocaba otro gran río,
el «Naria Chi».
Y era en los valles que irrigaban estos dos ríos caudalosos, donde habitaban en mayor número
los miembros de este segundo grupo del continente de Ashhark.
Si así lo quieres, querido nieto, también te diré algo acerca de la historia de los orígenes de
este grupo de seres radicado en esta parte del continente de Ashhark, —le dijo Belcebú a
Hassein.
—Sí abuelito, sí. Cuéntamelo que yo te escucharé con gran interés y con mayor gratitud, —
contestó el nieto.
—Mucho, mucho tiempo antes de la época a que se refiere mi relato, es decir, mucho antes de
que la segunda gran catástrofe experimentada por aquel infortunado planeta tuviera lugar;
cuando todavía existía el continente de Atlántida y se hallaba su civilización en la cima de su
esplendor, uno de los seres tricentrados ordinarios que habitaban en aquel continente
«decidió» —tal como lo pusieron de manifiesto mis últimas y detalladas investigaciones al
respecto— que el polvo del cuerno de cierto ser llamado entonces «Pirmaral» era sumamente
eficaz contra lo que los terráqueos llaman «enfermedades», de cualquier naturaleza que éstas
fuesen.
Esta «ocurrencia» no tardó en difundirse por todo el planeta llegando incluso a cristalizarse
gradualmente en la Razón de los seres ordinarios un ilusorio factor directivo, factor del que se
origina, dicho sea de paso, en la presencia total de los seres tricerebrados que habitan tu
planeta favorito, especialmente los contemporáneos, la Razón de lo que se llama allí la
«existencia de vigilia», y este factor es la causa principal de los frecuentes cambios en las
convicciones acumuladas en ellos.
Debido a este factor precisamente, cristalizado en las presencias de los seres tricerebrados de
aquella época, se convirtió en norma que todo el mundo, «al caer enfermo» —como ellos
dicen— por una u otra enfermedad, recurriera invariablemente a aquel polvillo mágico para
curarse.
No carece de interés señalar que los pirmarales existen todavía en la Tierra; pero puesto que
los terráqueos contemporáneos no los consideran sino una especie más de las muchas
comprendidas bajo el nombre genérico de «ciervos», no tienen ninguna denominación
especial para ellos.
De modo pues, querido nieto, que como los terráqueos del continente de Adántida destruyeron
gran número de aquellos seres nada más que para obtener sus cuernos, no tardaron en
extinguirse casi por completo.
Entonces, cierto número de terráqueos residentes en la Atlántida, que habían convertido la
cacería de estos animales en su medio habitual de vida, se marcharon a otros continentes e
islas en busca de la raza perseguida.
La caza del pirmaral era sumamente difícil, debido a que se requerían para su captura gran
cantidad de cazadores; por esta razón, los cazadores profesionales llevaban siempre consigo a
toda su familia para que les ayudara.
En cierta ocasión se reunieron varias familias de cazadores y se marcharon a un continente
muy distante, siempre con el objeto de cazar pirmarales; el continente en cuestión se llamaba
«Iranan» y más tarde, después de ciertos cambios debidos a la segunda gran catástrofe que
asoló el planeta Tierra, pasó a ser el continente de Ashhark que ya conoces.
No es éste sino el mismo continente que los contemporáneos de tu planeta favorito llaman
Asia.
Para el curso posterior de mis relatos referentes a estos seres tricerebrados que tanto han
llamado tu atención, será conveniente que señale aquí que, por causa de las diversas
perturbaciones producidas durante la segunda catástrofe terrestre, varias partes del continente
de Iranan se hundieron en el seno del planeta, emergiendo en su lugar otras áreas de tierra
firme que luego se soldaron al continente, el cual, en consecuencia, llegó a cambiar
profundamente de fisonomía, alcanzando además un tamaño casi igual al que el antiguo
continente de la Atlántida había tenido.
Pues bien, en sus correrías en pos de la codiciada presa, aquel grupo de cazadores de que te
hablé llegó con sus familias a las costas del que más tarde habría de llamarse mar de la
Misericordia.
Tanto agradaron al grupo de cazadores el mar en sí mismo y sus ricas y fértiles costas, que
éstos ya no quisieron volver a la Atlántida, decidiendo instalarse allí para el resto de sus días.
Aquel país era por entonces tan bueno y tan sooptaninalniano para la existencia ordinaria que
a nadie podría dejar de agradarle.
En aquella parte continental de la superficie del planeta Tierra, no sólo existían por entonces
multitud de seres bicerebrados con la forma exterior ya mencionada, esto es, pirmarales, sino
que también crecían en las costas de este mar innumerables variedades de «árboles frutales»,
lo cual es de suma importancia, si recuerdas que la fruta constituía todavía para tus favoritos
el producto principal para sus alimentos eserales primarios.
Abundaban tanto entonces los seres uni y bicerebrados que tus favoritos llaman «pájaros»,
que cuando volaban en bandadas, el cielo parecía «oscurecerse», según la expresión de tus
favoritos.
Tan rica era la pesca en las aguas llamadas por entonces mar de la Misericordia que los peces
podían casi tomarse con la mano, para usar otra expresión terráquea.

En cuanto al suelo de las costas del mar de la Misericordia, así como los valles de los dos
grandes ríos que en él vierten sus aguas, baste decir que podía cultivarse en ellos cualquier
planta conocida.
En resumen, tanto el clima de este país como sus medios de vida naturales, encantaron a
nuestros cazadores y sus familias hasta tal punto, que ninguno de ellos, como ya te dije, sintió
el menor deseo de regresar a la Atlántida, por lo cual se instalaron allí, no tardando en
adaptarse al nuevo medio, multiplicándose y prosperando en aquella comarca como en un
«lecho de rosas», según reza la expresión.
Llegado a este punto de mi relato, debo mencionarte una extraordinaria coincidencia que tuvo
más tarde grandes consecuencias, tanto para los primeros individuos integrantes de este
segundo grupo, como para su descendencia de las épocas más recientes.
Según parece, en la época en que dichos cazadores procedentes del continente de Atlántida
llegaron al mar de la Misericordia decidiendo establecerse allí, existía ya en las costas del
mismo mar un ser oriundo de la Atlántida que era por entonces muy importante y que
pertenecía a la secta de los «Astrosovors»; y a una sociedad de eruditos como la que nunca
hubo otra igual en la Tierra desde entonces, ni probablemente haya nunca.
Dicha sociedad era conocida entonces con el nombre de Akhaldan.
Y este miembro de la sociedad de Akhaldan llegó a las costas del mar de la Misericordia de la
forma siguiente:
Apenas un poco antes de la gran catástrofe, aquellos sabios auténticos que vivían a la sazón en
el continente de la Atlántida y que habían organizado allí aquella sociedad verdaderamente
sabia, llegaron a saber, de un modo u otro, que algo sumamente grave iba a suceder en la
naturaleza, de modo que comenzaron a observar atentamente todos los fenómenos naturales
que tenían lugar en su continente; pero pese a todos sus esfuerzos, no lograron descubrir lo
que habría de acontecer.
Un poco más tarde, y con el mismo objetivo, enviaron a algunos de sus miembros a otros
continentes e islas a fin de que, por medio de cuidadosas observaciones, trataran de averiguar
lo que se avecindaba.
Los miembros enviados no sólo debían observar la naturaleza en el planeta Tierra, sino
también todos los «fenómenos celestes», como ellos los llamaban.
Uno de estos miembros, esto es, aquel de tanta importancia que ya hemos mencionado, había
escogido el continente de Iranan para sus observaciones y, habiendo emigrado a aquellas
comarcas con sus servidores se había establecido en las costas del que más tarde habría de llamarse
mar de la Misericordia.
Fue precisamente este mismo sabio el que acertó a encontrarse con parte de los cazadores
instalados en las costas del mencionado mar de la Misericordia y, una vez enterado del país
del que aquellos procedían, como es natural, trató de establecer con ellos relaciones amistosas
y de mutua cooperación.
Y cuando poco después se hundió el continente de Atlántida en el seno del planeta y este
sabio de la sociedad de Akhaldan no tuvo ya a dónde regresar, siguió viviendo con aquellos
cazadores en lo que más tarde había de ser el país de Maralpleicie.
Tiempo después, este grupo de cazadores eligió al sabio, puesto que era el más capaz de
todos, como jefe, y más tarde todavía, este miembro de la venerable sociedad de Akhaldan, se
casó con Rímala, la hija de uno de los cazadores, comenzando a compartir así plenamente la
existencia de los fundadores de aquel segundo grupo radicado en el continente de Iranan o,
como se llama actualmente, de «Asia».
Pasó mucho tiempo.
Los terráqueos siguieron naciendo, reproduciéndose y destruyéndose en este rincón del
planeta, y de esta manera, el nivel general del psiquismo de esta clase de terráqueos fue
cambiando paulatinamente, a veces para bien, otras veces para mal.
Multiplicándose vertiginosamente, no tardaron en extenderse sobre toda la comarca, aunque
prefiriendo casi siempre las costas del mar de la Misericordia y los valles de los dos
caudalosos ríos que vertían sus aguas en él.
Sólo mucho tiempo después se constituyó el centro de su existencia común en la costa
sudoriental de aquel mar, fundándose en ese lugar la ciudad de Gob. Esta población no tardó
en convertirse en el principal lugar de residencia para el jefe de este segundo grupo de
habitantes del continente de Ashhark a quien dieron el título de «rey».
Los derechos y obligaciones reales también aquí eran hereditarios y esta herencia comenzó
con el primer jefe escogido que no era otro que aquel miembro erudito de la sabia sociedad de
Akhaldan.
En la época a que se refiere mi relato, el rey de los seres pertenecientes a este segundo grupo
era nieto de su biznieto y respondía al nombre de «Konuzion».
Mis últimas investigaciones y trabajos detallados demostraron que este rey Konuzion había
tomado medidas en extremo sabias y ventajosas para cortar de raíz un terrible mal que se
había apoderado de los seres que, por voluntad del Destino, se habían convertido en súbditos
suyos. Y si había tomado dichas prudentes y beneficiosas medidas, fue por la siguiente razón:
Este rey llamado Konuzion acertó a comprobar que los miembros de la comunidad bajo su
mando se estaban volviendo cada vez menos aptos para el trabajo y que los crímenes, robos y
toda clase de delitos que nunca antes habían ocurrido, se estaban haciendo cada día más
corrientes entre ellos.
Estas comprobaciones sorprendieron al rey Konuzion y lo que es más, lo afligieron
profundamente: fue así como resolvió, tras largas y penosas meditaciones, buscar las causas
de este triste fenómeno.
Tras múltiples y cuidadosas observaciones llegó finalmente a la conclusión de que la causa
del fenómeno residía en un nuevo hábito contraído por los miembros de la comunidad bajo su
mando, esto es, el hábito de mascar la semilla de una planta llamada entonces «Gulgulian».
Esta formación supraplanetaria crece todavía en el planeta Tierra y aquellos de tus favoritos
que se consideran «cultos», la llaman «papaveronia», pero los seres corrientes la denominan
«amapola».
Debo hacerte notar aquí, imprescindiblemente, que a los seres que entonces habitaban el país
de Maralpleicie sólo les gustaba mascar esas semillas de la mencionada formación
supraplanetaria que habían sido cosechadas una vez llegadas a su «madurez».
En el curso de ulteriores observaciones e investigaciones imparciales, el rey Konuzion
comprendió sin lugar a dudas que estas semillas contenían «algo» capaz de alterar
completamente, durante cierto tiempo, todos los hábitos adquiridos por la psiquis de aquellos
seres que introducían este algo en su organismo, con el resultado de que veían, comprendían,
sentían, percibían y actuaban de forma totalmente distinta de lo que previamente había sido
siempre su costumbre.
A estos individuos les parecía, por ejemplo, que un cuervo era un pavo real; que un charco de
agua, un mar; un desordenado repiqueteo, música; la buena voluntad, enemistad; los insultos,
amor; y cosas por el estilo.
Cuando el rey Konuzion se persuadió cabalmente de todo esto, envió rápidamente a todos los
puntos de su reino, a súbditos de su confianza con órdenes estrictas de impedir en lo sucesivo,
en su nombre, que los miembros del reino siguieran mascando las semillas de la planta
mencionada; también dispuso castigos ejemplares para aquellos que desobedecieran la orden.
Tercera visita al Planeta Tierra
Gracias a estas medidas, la costumbre de mascar semillas pareció perder terreno en el país de
Maralpleicie; pero después de un corto tiempo se descubrió que el número de aquellos que las
mascaban había disminuido sólo aparentemente; en realidad, ahora eran más que antes
los que habían contraído el vicio.
En conocimiento de ello, el prudente rey Konuzion, resolvió, en consecuencia, aplicar
castigos todavía más severos a aquellos que contravinieran su expreso mandato; al mismo
tiempo reforzó la vigilancia de sus súbditos así como el estricto cumplimiento de las
penalidades dispuestas para los infractores.

Él mismo en persona, comenzó a visitar todas las zonas de la ciudad de Gob, descubriendo a
los culpables e infligiéndoles los diversos castigos, físicos y morales, correspondientes.
Pese a todo esto, sin embargo, no pudo obtenerse el resultado deseado, pues el número de
viciosos siguió aumentando cada vez más en la ciudad de Gob y los informes procedentes de
otros puntos del territorio del reino indicaban un aumento semejante en el interior del país.
Se vio claro entonces que el número de infractores había aumentado todavía, debido a que
muchos seres tricerebrados que nunca habían mascado la semilla previamente, se entregaron
ahora al vicio nada más que por pura «curiosidad», según reza la expresión, lo cual no es sino
una de las características distintivas del psiquismo de los seres tricerebrados que habitan aquel
planeta que tanto te ha llamado la atención, es decir, por pura curiosidad de descubrir el efecto
que estas semillas producían, contraviniendo así, sin reparo alguno, las severas órdenes del
rey.
Debo hacerte notar aquí que si bien dicha característica de la mentalidad terráquea comenzó a
cristalizarse en tus favoritos inmediatamente después del hundimiento de la Atlántida, en
ninguno de los seres de épocas anteriores funcionó, sin embargo, tan exclusivamente como
entre los seres contemporáneos que allí existen en la actualidad.
De modo pues, querido niño que...
Cuando el prudente rey Konuzion terminó por convencerse de que no era posible ya mediante
las medidas tomadas extirpar aquel vicio y comprobó que el único resultado de las mismas
había sido la muerte de los infractores castigados, derogó todas las medidas previamente
tomadas lanzándose nuevamente a la búsqueda de otros medios más efectivos para extirpar
aquel mal de tan funestas consecuencias para la población.
Según me enteré más tarde —gracias a un monumento muy antiguo cuyas ruinas todavía se
conservan— el gran rey Konuzion se encerró en sus aposentos y durante dieciocho días no
probó bocado ni bebió cosa alguna, dedicándose por entero a la meditación.
Debo hacerte notar, en todo caso, que mis últimas investigaciones revelaron que el rey
Konuzion se hallaba entonces sumamente ansioso por encontrar la manera de cortar de raíz
aquella plaga, dado que todos los asuntos del reino iban de mal en peor.
Los individuos sujetos a este vicio casi abandonaron por completo el trabajo; la anuencia de lo
que se llama dinero al tesoro común cesó casi por entero y la ruina total del reino parecía
inminente.
En estas circunstancias decidió el sabio rey, finalmente, combatir este mal de forma indirecta,
es decir, valiéndose de la debilidad del psiquismo de los miembros de la comunidad bajo su
mando.
Con este fin, inventó una «doctrina religiosa» sumamente original y adecuada a la mentalidad
de sus contemporáneos, que rápidamente difundió entre todos sus súbditos por todos los
medios —que no eran pocos— a su disposición.
Se afirmaba en esta doctrina religiosa, entre otras cosas, que a gran distancia del continente de
Ashhark había una isla más grande donde residía «Dios Nuestro Señor».
Debo aclararte ya, que en aquellos días no había un solo ser de los tricerebrados ordinarios
que habitaban la tierra que conociese la existencia de otras concentraciones cósmicas aparte
de aquellas en donde ellos vivían.
Los terráqueos de aquella época estaban seguros, incluso, de que aquellos «puntos blancos»
apenas visibles y suspendidos el espacio no eran sino una especie de diseño trazado sobre el
«velo» del «mundo», es decir, alrededor de su propio planeta, pues, como ya te he dicho,
según sus conocimientos, el «mundo entero» consistía únicamente en el planeta por ellos
habitado.
También tenían la creencia de que este velo se hallaba sostenido a manera de dosel sobre
columnas especiales cuyas bases descansaban sobre el planeta.
Se decía también en esta original e ingeniosa «doctrina religiosa» ideada por el prudente rey
Konuzion, que Dios Nuestro Señor había dotado a nuestras almas de los órganos y miembros
que ahora poseemos para protegernos del medio circundante y para facultarnos provechosa y
eficientemente a fin de servirlo tanto personalmente como por intermedio de las «almas»
trasladadas a la isla de Su residencia.
Y cuando sobreviene la muerte y el alma es liberada de todos estos órganos y miembros
especialmente adheridos a ella, se convierte en el ente que debe ser en realidad, siendo
entonces llevada inmediatamente hacia la isla de Su residencia, donde Dios Nuestro Señor, de
acuerdo con la forma en que el alma con sus partes adicionales ha existido en el continente de
su residencia (en este caso Ashhark) le asigna un lugar adecuado para su existencia posterior.
Si el alma ha cumplido sus obligaciones concienzuda y honestamente, Dios le permite
quedarse, para el resto de su existencia, en Su isla; pero si el alma no ha cumplido cabalmente
con sus deberes en vida (en el continente de Ashhark) o sólo ha tratado de cumplirlos pero
negligentemente y con indolencia, el alma es enviada por Nuestro Señor para su vida futura a
una isla vecina de mucho menor tamaño.
«Aquí, en el continente de Ashhark —seguía rezando la doctrina de Konuzion— existen
muchos 'espíritus' servidores de Dios que andan entre la gente, pese a que ésta no los puede
ver por hallarse invisibles, gracias a lo cual pueden vigilar permanentemente sin ser advertidos
y transmitir así los informes pertinentes a Dios Nuestro Señor acerca de todas nuestras
acciones para ser tenidas en cuenta el 'Día del Juicio Final.'»
«De ningún modo podemos ocultarnos de estos vigilantes servidores del Señor, como
tampoco podemos ocultarles nuestras acciones o nuestros pensamientos.»
Se decía más adelante que exactamente al igual que el continente de Ashhark, todos los demás
continentes e islas del mundo habían sido creados por Dios Nuestro Señor y existían en la
actualidad, como ya te he dicho, sólo con el fin de servirlo a El, así como a las «almas» que
habían merecido ser alojadas en Su isla.
Los continentes e islas del mundo son lugares todos —siempre de acuerdo con la doctrina del
rey Konuzion— destinados, por así decirlo, a la preparación y acondicionamiento de todo lo
necesario para el desenvolvimiento de aquella isla del Señor.
Esa isla donde residían Dios Nuestro Señor y las almas dignas de Su compañía, recibía el
nombre de «Paraíso».
Todos sus ríos eran de leche, sus riberas de miel; nadie necesitaba trabajar allí y ocuparse en
cosa alguna; allí podía encontrarse todo lo necesario para una existencia feliz, libre de
preocupaciones y llena de goces, dado que todo lo requerido por los hombres se hallaba allí
suministrado con superabundancia gracias al abastecimiento de todos los continentes e islas
del mundo.
Esa isla del Paraíso estaba llena —según se afirmaba— de jóvenes y hermosas mujeres, de
todas las razas y pueblos del mundo y cada una de ellas estaba destinada a pertenecer al
«alma» que la reclamase.
En ciertas plazas públicas de esta maravillosa isla, se guardaban permanentemente montañas
de los artículos más diversos de adorno, desde los más luminosos brillantes hasta las
turquesas del más profundo azul, y todas las almas bienaventuradas podían tomar cualquier
cosa que fuese de su agrado sin el menor escrúpulo.
En otras plazas públicas de esa bienhadada isla se hallaban verdaderos cúmulos de confituras
preparadas especialmente con esencia de «amapolas» y de «cáñamo»; y todas las «almas»
podían tomar cuantas quisieran en cualquier momento del día o de la noche.
Allí no existían las enfermedades y, por supuesto, ninguna alimaña ni tampoco esos
«bichejos» que no nos dan un minuto de paz en la Tierra, amargándonos la existencia.
La otra isla más pequeña a la cual Dios Nuestro Señor enviaba para la vida ultraterrena
aquellas «almas» cuyas partes físicas temporales no habían sido diligentes ni habían vivido de
acuerdo con los mandamientos del Señor, recibía el nombre de «Infierno».

Todos los ríos de esta isla eran de pez hirviente; todo el aire apestaba; enjambres de seres
horribles atestaban todos los puntos de la isla atronando el espacio con sus silbatos policiales,
y todo el «mobiliario», «alfombras», «camas», etc., estaban allí hechos con finas agujas
colocadas perpendicularmente.
Una vez al día se les daba a todas las «almas» que habitaban esta isla, una torta salada, y no
podía encontrarse una sola gota de agua en toda la isla, para aplacar la sed.
Existían en ella otros muchos seres tan monstruosos que no sólo horrorizaba su presencia a
los terráqueos, sino que su solo pensamiento era capaz de hacerles cesar de latir el corazón.
Cuando por primera vez llegué al país de Maralpleicie todos los seres tricerebrados de aquel
país creían en una «religión» basada en esta ingeniosa doctrina religiosa que acabo de
describirte y debes saber que por entonces este culto se hallaba en su apogeo.
Al inventor de esta «doctrina religiosa» es decir, al sabio rey Konuzion, le había sucedido el
sagrado Rascooarno muchísimo tiempo antes, es decir, que hacía ya tiempo que había
«muerto».
Pero claro está que, debido una vez más al extraño psiquismo de tus favoritos, su invento
había tenido tan calurosa acogida y tan hondo arraigo que a ningún ser de todo el país de
Maralpleicie se le ocurrió poner en duda la verdad de sus puntos doctrinarios.
También aquí, en la ciudad de Gob, comencé a visitar desde mi llegada, los «kaltaani» que ya
eran llamados por entonces «Chaihana».
Debo hacerte notar que aunque la costumbre de ofrendar sacrificios a los dioses florecía
también en Maralpleicie por aquella época, éstos no se llevaban a cabo en tan gran escala
como en el vecino país de Tikliamish.
Una vez en la ciudad de Gob comencé a buscar deliberadamente un individuo semejante al
que había encontrado en la ciudad de Koorkalai, a fin de hacernos amigos e intercambiar
ideas.
Y bien pronto, a decir verdad, lo encontré, aunque esta vez no se trataba de un «sacerdote» de
profesión.
En esta oportunidad mi amigo resultó ser el propietario de un gran Chahiana, y si bien llegué
a estar —para usar una expresión corriente en aquel país— en muy buenos términos con él,
nunca experimenté hacia él, sin embargo, aquel extraño «vínculo» que se manifestó en mi
esencia con respecto al sacerdote Abdil de la ciudad de Koorkalai.
Aunque ya había vivido un mes entero en la ciudad de Gob, no había decidido todavía ningún
método práctico de acción para procurar mi objetivo.
Vagabundeaba simplemente por la ciudad, visitando primero los diversos chaihanas y más
tarde tan sólo aquel que regenteaba mi nuevo amigo.
Durante esta época me familiaricé con muchas de las costumbres y hábitos preponderantes en
este segundo grupo, así como con los principales puntos de su religión, y al cabo del mes
decidí, también aquí, lograr la meta propuesta valiéndome de su religión.
Tras serias meditaciones, me pareció necesario agregarle algo a la «doctrina religiosa» allí
aceptada, para lo cual contaba, al igual que el prudente rey Konuzion, con aquella debilidad
humana que permitiría la rápida difusión de este mi pequeño agregado personal.
Inventé entonces que los espíritus «invisibles» que, según se afirmaba en la doctrina religiosa,
vigilaban todas las acciones y pensamientos de los hombres a fin de comunicárselos a Dios
Nuestro Señor, no eran sino los seres de otras formas diferentes a la humana que convivían
con los hombres.
Son precisamente ellos quienes nos vigilan y comunican a Dios Nuestro Señor todo lo relativo
a nuestras acciones, decidí intercalar en su doctrina.
Pensaba agregar, además, que la gente no sólo no les prestaba la debida atención y respeto,
sino que llegaba incluso a destruir sus existencias terrenales, ya fuera para procurarse
alimento o para ofrendarlos en sacrificio a los dioses.
Hice particular hincapié en mis prédicas en el hecho de que no sólo no se debía destruir la
existencia de los seres pertenecientes a otras formas en honor de Dios Nuestro Señor sino que,
por el contrario, había que tratar de ganarse su favor, suplicándoles que no comunicaran a
Dios Nuestro Señor aquellas pequeñas acciones inconvenientes que a veces realizábamos
involuntariamente.
Entonces comencé a difundir ese pequeño detalle por todos los medios posibles, pero, claro
está, con suma cautela.
En un principio, divulgué esta nueva teoría mediante mi nuevo amigo, el propietario del
chaihana.
Debo aclararte que este chaihana era el más grande casi, de toda la ciudad de Gob, y debía en
gran parte su fama al líquido rojo que en él se vendía y al cual son tan aficionados los
terráqueos.
De modo que allí había casi siempre gran cantidad de clientes y tanto de día como de noche.
No sólo concurrían al mismo los habitantes de la ciudad, sino también muchos visitantes
procedentes de otros puntos del territorio de Maralpleicie.
Pronto me convertí en un verdadero experto en conversar con cada uno de los clientes y
persuadirlos de las nuevas ideas que me proponía divulgar.
Mi propio amigo, el dueño del chaihana, creía tan firmemente en mi teoría que no sabía qué
hacer consigo mismo; ¡tan grande era su remordimiento por las malas acciones pasadas!
Era presa de una agitación constante y se hallaba amargamente arrepentido de su irrespetuosa
actitud anterior hacia los diversos seres de otras formas.
Convertido de día en día en un predicador cada vez más fervoroso de mi doctrina, no sólo me
ayudó de este modo a difundirla en su propio chaihana, sino que llegó incluso, por propia
iniciativa, a visitar otros chaihanas de la ciudad, a fin de divulgar la verdad que a él tanto le
preocupaba.
Comenzó así a predicar en los mercados, y en varias ocasiones realizó visitas especiales a los
sitios sagrados, los cuales abundaban en los alrededores de la ciudad de Gob y que habían
sido establecidos en memoria y honor de alguien o de algo.
Es de sumo interés notar aquí que las informaciones que sirven en el planeta Tierra para la
erección de un lugar sagrado, proceden generalmente de ciertos individuos terráqueos
llamados «mentirosos».
También la enfermedad de la «mentira» se halla allí altamente difundida.
En el planeta Tierra la gente miente consciente e inconscientemente.
Y mienten conscientemente cuando piensan que así pueden obtener alguna ventaja personal;
la mentira es inconsciente, en cambio, cuando caen víctimas de la enfermedad llamada
«histeria».
Aparte del dueño del chaihana que se había hecho amigo mío, gran cantidad de otros
individuos comenzaron muy pronto a ayudarme sin proponérselo y, al igual que el dueño del
chaihana, se convirtieron con el tiempo en fervorosos defensores de mi teoría, hasta que todos
los seres de este segundo grupo de individuos asiáticos, no tardaron en hallarse unánimemente
dedicados a la tarea de difundir dicho precepto persuadiendo a los demás de aquella indudable
«verdad» que de pronto se les había revelado.
El resultado de todo ello fue que en el país de Maralpleicie no sólo disminuyeron los
sacrificios, sino que incluso comenzaron a tratar a otras formas diferentes de la humana con
una atención y un cuidado sin precedentes.
Se produjeron así tan cómicas situaciones que, aunque yo mismo era el autor de la teoría, me
resultó sumamente difícil muchas veces, contener la risa al presenciarlas.
Era cosa de todos los días que el más respetable y rico de los mercaderes, cabalgando en su
asno, en dirección a su negocio, fuera asaltado en el camino por una fanática multitud, y
castigado inexorablemente por el inconcebible atrevimiento de haberse montado sobre la
bestia; lo más risueño de estos casos es que la mayoría de las veces la gente seguía
respetuosamente en sacra procesión todos los pasos del asno, dondequiera que a éste se le
antojase ir.

O bien sucedía que un leñador transportaba la madera al mercado con sus bueyes, y una turba
de exaltados desataba los bueyes del carro, los desuncía con el mayor cuidado y los
escoltaban luego donde a ellos se les ocurriera dirigirse.
Y si acertaba a suceder que el carro se quedaba parado en medio de una calle, estorbando el
paso de ciudadanos y vehículos, la misma turba se encargaba de arrastrarlo hasta el mercado,
abandonándolo allí a su suerte.
Gracias a esta doctrina por mí ideada no tardaron en originarse novísimas costumbres en la
ciudad de Gob.
Como, por ejemplo, la de colocar artesas en todas las esquinas, lugares públicos y en los
cruces de los caminos conducentes a la ciudad, donde los habitantes de la ciudad arrojaban
por la mañana sus mejores bocados para los perros y otros animales extraviados de las más
diversas formas. Y al amanecer arrojaban también en el mar de la Misericordia toda clase de
alimentos para los seres conocidos con el nombre de peces.
Pero la más peculiar de todas era la costumbre de escuchar cuidadosamente las voces y gritos
de los seres de otras formas diversas.
Tan pronto como se oía la voz de un ser no humano, inmediatamente comenzaba la gente a
alabar los nombres de sus dioses, esperando su bendición.
Tanto podía ser el canto de un gallo como el ladrido de un perro, el maullido de un gato, el
chillido de un mono, u otro grito cualquiera.
La reacción era siempre la misma: un sobresalto y luego múltiples oraciones en el mayor
recogimiento.
Es interesante notar aquí que, por una u otra razón, siempre levantaban la cabeza en estas
ocasiones, mirando hacia arriba, aun cuando de acuerdo con las enseñanzas de la religión, el
Dios que ellos adoraban, así como sus servidores, habitaban en el mismo plano que ellos y no
precisamente adonde dirigían la vista y sus plegarias.
En tales circunstancias, era de extremo interés observar sus rostros.
—Perdón, Vuestra Recta Reverencia —interrumpió en ese momento el fiel y anciano servidor
de Belcebú, Ahoon, que, al igual que el nieto, había estado escuchando todos estos relatos con
gran interés.
—¿Recordáis, Vuestra Recta Reverencia, cuántas veces tuvimos nosotros mismos que
hincarnos de rodillas en las calles de aquella misma ciudad de Gob cuando se dejaban oír los
gritos o chillidos de otros seres distintos de los hombres?
A lo cual respondió Belcebú:
—Claro que lo recuerdo, querido Ahoon. ¿Cómo podría haberme olvidado de impresiones tan
cómicas?
—Deberás saber —dijo entonces Belcebú dirigiéndose nuevamente a Hassein—, que los seres
que habitan el planeta Tierra son inconcebiblemente orgullosos y susceptibles. Si alguien no
participa de sus opiniones o no está de acuerdo con lo que hacen, o censura sus manifestaciones,
se muestran en verdad sumamente indignados y ofendidos.
Y si tuvieran la facultad de hacerlo, no vacilarían por cierto en ordenar el encierro de todo
aquel que no se comportase según su voluntad o que criticase sus propios actos, en una de
esas habitaciones infestadas generalmente de innumerables «ratas» y «piojos».
Y en el caso de que el ofendido poseyera mayor fuerza física y otro importante ser dotado de
influencia con quien éste no se hallase en buenos términos, no lo observase atentamente, no
vacilaría en golpear al ofensor, así como el ruso Sidor golpeó a su chivo favorito.
Conociendo bien este aspecto de su extraña mentalidad, no tenía el menor deseo de
ofenderlos, provocando su ira, más aún, era yo perfectamente consciente de que el ultraje de
los sentimientos religiosos de los demás es contrario a toda ética, de modo que, mientras
conviví con ellos, siempre traté de comportarme como los demás a fin de no ponerme en
evidencia llamando su atención.
No estará de más notar aquí que debido a las circunstancias anormales de existencia
prevalecientes entre tus favoritos, —los seres tricerebrados de aquel extraño planeta—,
especialmente durante los últimos siglos, sólo aquellos seres que se manifiestan a sí mismos,
no como la mayoría lo hace, sino de forma distinta, de manera más absurda, terminan por
volverse notorios y, en consecuencia, son honrados por los demás; y cuanto más absurdas
sean sus manifestaciones y más estúpidos, bajos e insolentes sus actos, tanto más notorios y
famosos se vuelven y tanto mayor es el número de seres de ese continente o incluso de otros
continentes más distantes que llegan a conocerlos personalmente o por lo menos de nombre.
En cambio, ningún ser que carezca de manifestaciones absurdas habrá de adquirir fama entre
sus coetáneos, por muy bueno y sensato que sea.
De modo pues, querido nieto, que lo que tan oportunamente vino a recordarme Ahoon se
relaciona directamente con la costumbre difundida en la ciudad de Gob de atribuir gran
significación a las voces y gritos de los seres pertenecientes a otras formas distintas a la
humana y en especial, al rebuzno de aquellos seres conocidos por el nombre de asnos, los
cuales, por una u otra razón, abundaban entonces en la ciudad de Gob.
Los otros seres pertenecientes a formas distintas a la humana que habitan en aquel planeta,
también se manifiestan por medio de la voz pero a horas determinadas.
El gallo, por ejemplo, canta de noche; el mono, en la mañana, cuando tiene hambre; y así
sucesivamente; pero los asnos rebuznan en la primera ocasión en que se les ocurre hacerlo,
por lo cual puede oírse en aquel planeta el rebuzno del asno a cualquier hora del día o de la
noche.
Así pues, se estableció en la ciudad de Gob que, apenas se dejara oír el sonido de la voz del
asno, todos aquellos que lo escuchasen debían dejarse caer de rodillas inmediatamente,
elevando plegarias a su dios y a los ídolos reverenciados.
Debo agregar —y esto es importante— que los asnos por lo general rebuznan con gran fuerza,
de modo que su voz se puede oír a grandes distancias.
Pues bien, cuando caminábamos por las calles de la ciudad y veíamos de pronto que los
ciudadanos se hincaban de rodillas en el acto al oír el rebuzno de algún asno, también
nosotros nos apresurábamos a echarnos a tierra a fin de que nadie pudiese advertir nuestra
diferencia con los demás; ésta fue precisamente la cómica costumbre que tan bien quedó
grabada en el recuerdo de Ahoon.
Habrás notado, mi querido Hassein, con cuan maliciosa satisfacción me recordó nuestro
querido anciano, después de tantos siglos, aquellos cómicos episodios.
Dicho lo cual, Belcebú sonrió, reanudando luego su relato.
—Está de más decir —prosiguió—, que también en este segundo centro cultural de los seres
tricerebrados que habitaban aquella parte del planeta Tierra conocida con el nombre de
Ashhark, cesó la destrucción de los seres pertenecientes a formas distintas de la humana para
ser sacrificados en los altares de los dioses, y, en los pocos casos en que se produjeron, los
propios miembros de la comunidad arreglaron cuentas inexorablemente con los responsables.
Así, convencido de que también en este segundo grupo de habitantes del continente Ashhark
había sido cumplida con éxito mi misión de desarraigar la funesta costumbre de sacrificar
seres uni y bicerebrados a los dioses, decidí volver a mi cuartel general.
Pero antes de hacerlo, preferí visitar primero los principales centros más próximos, habitados
también por miembros de esta segunda comunidad; elegí a este efecto la región irrigada por el
río «Naria Chi».
Poco tiempo después de haber tomado esta decisión, comencé a navegar, hacia la
desembocadura del río, comenzando a remontar su corriente; estábamos persuadidos de que
ya se habían difundido entre los habitantes de estos vastos centros las mismas costumbres prevalecientes
en la ciudad de Gob en lo que a los sacrificios y destrucción de otros seres no
humanos se refiere.
Llegamos finalmente a una pequeña ciudad llamada «Arguenia», considerada en aquellos días
el punto más remoto del país de Maralpleicie.
También aquí habitaba un considerable número de miembros de este segundo grupo asiático,
dedicados principalmente a la tarea de obtener de la naturaleza lo que se conoce con el
nombre de «turquesas».
También en aquella pequeña ciudad de Arguenia comencé, como era mi norma, a visitar sus
diversos chaihanas, poniendo en práctica también allí mi método habitual.

FINAL DEL CAPITULO 20 DEL LIBRO PRIMERO
DE RELATOS DE BELCEBÚ A SU NIETO
DE GEORGE I. GURDJIEFF